Cerca del matadero aparece la primera imagen para su ánimo tosco y su sed
de estampas sañudas. Un hombre lleva sobre su hombro derecho un marrano blanco
que cuelga cabeza abajo y deja ver su panza abierta, sanguinolenta. El cerdo parece
un inmenso jabón blanco, una bola de cebo lustrosa coronada por una careta
inexpresiva. El retrovisor entrega la imagen enmarcada y el viajero deja ver
sus colmillos en una sonrisa.
En la carretera se dedica a buscar las señales de su ruta personal: un
altar a la virgen y San José en una cabina de camión, un lavadero de
tractomulas sombreado por árboles felpudos y con posibilidad de orinar sobre el
Cauca, una curva con memorias de un drama personal. Cada vez siente más
predisposición a los “horrores” de la carretera. No se contenta con los perros
destripados en las cunetas. Luego de una curva aparecen tres cueros de vaca
templados con estacas, secándose al sol. La escena tiene visos de tortura. El
nuevo expedicionario se detiene, se deleita: es hermoso cuando el pellejo puede
ser tapete. Imagina el filo del cuchillo separando con cuidado ese velo blanco
que hay entre la carne y la cáscara.
El sobresalto de una noticia reciente hace retroceder la valentía del viajero.
Vereda San Isidro, dice el letrero sencillo sobre la vía, nada parece manchar
esa tranquila indicación. La proliferación de árboles de tomate de árbol
recuerda la foto de una masacre todavía fresca. Las vacas dejan las huellas de
sus panzas sobre la hierba de los potreros, pero la imagen de los noticieros termina por
ensuciarlo todo. Ya en tierra caliente aparece una matazón de gallinas que
vuelve a encarrilar el viaje. El hombre encargado de arreglarlas las ha colgado
sobre una vara y se ocupa de desplumarlas. Abajo está el cesto con la basura
que sueltan las gallinas muertas. Son al menos diez, las primeras ya muestran
esa forma ridícula que solo luce en las ollas. Las demás esperan su turno,
desentendidas. Luego llegan los corrales de piscos a la orilla de la vía. Un
letrero indica el precio y los dueños hacen aspavientos con un trapo. Bastaría
parar, señalar uno y ver cómo le tuercen el pescuezo. Pero es más fácil ver las
víctimas de ese patíbulo desde la ventanilla.
Al final, una varada obliga a nuevos sobresaltos. El tramo definitivo
termina a manos de guías que saben de sobra los verdaderos dramas de la zona.
Hablan de fosas y motosierras, señalan iglesias a medio hacer con la plata de
los asesinos. Ya es de noche y el viajero comienza a extrañar la ciudad. O al
menos su sucedáneo en la playa. Ya está de nuevo entre los suyos: Sugar, una perra
con el nombre grabado en un corazón que cuelga de su cuello, le da la bienvenida.
Ha terminado el viaje, ha comenzado el paseo.
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