miércoles, 2 de enero de 2013

Turista-expedicionario





Abandonar la ciudad implica siempre una venganza contra sus comedimientos y sus melindres. El viajero, no importa que acelere desde su cabina con aire acondicionado, exhibe un orgullo de expedicionario y una suficiencia que lo lleva a señalar como hitos de la ruta las simples paradas a estirar las piernas. Ahora se siente dispuesto a soportar espectáculos y trajines que en los días de rutina serían seña de irracionalidad. En los barrios de las afueras mira con desprecio los últimos templos de la conmiseración que se ha instalado entre hombres y animales: tiendas de mascotas, acuarios, señales que ordenan reducir la velocidad por el paso de las ardillas.

Cerca del matadero aparece la primera imagen para su ánimo tosco y su sed de estampas sañudas. Un hombre lleva sobre su hombro derecho un marrano blanco que cuelga cabeza abajo y deja ver su panza abierta, sanguinolenta. El cerdo parece un inmenso jabón blanco, una bola de cebo lustrosa coronada por una careta inexpresiva. El retrovisor entrega la imagen enmarcada y el viajero deja ver sus colmillos en una sonrisa.

En la carretera se dedica a buscar las señales de su ruta personal: un altar a la virgen y San José en una cabina de camión, un lavadero de tractomulas sombreado por árboles felpudos y con posibilidad de orinar sobre el Cauca, una curva con memorias de un drama personal. Cada vez siente más predisposición a los “horrores” de la carretera. No se contenta con los perros destripados en las cunetas. Luego de una curva aparecen tres cueros de vaca templados con estacas, secándose al sol. La escena tiene visos de tortura. El nuevo expedicionario se detiene, se deleita: es hermoso cuando el pellejo puede ser tapete. Imagina el filo del cuchillo separando con cuidado ese velo blanco que hay entre la carne y la cáscara.

El sobresalto de una noticia reciente hace retroceder la valentía del viajero. Vereda San Isidro, dice el letrero sencillo sobre la vía, nada parece manchar esa tranquila indicación. La proliferación de árboles de tomate de árbol recuerda la foto de una masacre todavía fresca. Las vacas dejan las huellas de sus panzas sobre la hierba de los potreros, pero  la imagen de los noticieros termina por ensuciarlo todo. Ya en tierra caliente aparece una matazón de gallinas que vuelve a encarrilar el viaje. El hombre encargado de arreglarlas las ha colgado sobre una vara y se ocupa de desplumarlas. Abajo está el cesto con la basura que sueltan las gallinas muertas. Son al menos diez, las primeras ya muestran esa forma ridícula que solo luce en las ollas. Las demás esperan su turno, desentendidas. Luego llegan los corrales de piscos a la orilla de la vía. Un letrero indica el precio y los dueños hacen aspavientos con un trapo. Bastaría parar, señalar uno y ver cómo le tuercen el pescuezo. Pero es más fácil ver las víctimas de ese patíbulo desde la ventanilla.

Al final, una varada obliga a nuevos sobresaltos. El tramo definitivo termina a manos de guías que saben de sobra los verdaderos dramas de la zona. Hablan de fosas y motosierras, señalan iglesias a medio hacer con la plata de los asesinos. Ya es de noche y el viajero comienza a extrañar la ciudad. O al menos su sucedáneo en la playa. Ya está de nuevo entre los suyos: Sugar, una perra con el nombre grabado en un corazón que cuelga de su cuello, le da la bienvenida. Ha terminado el viaje, ha comenzado el paseo.

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