Luego de cuatro años
largos negociando la llegada de las Farc a la legalidad, armando ese espinoso
cerco de retórica y letra menuda, de intenciones y perdón, de mutuos
desacuerdos y puntos a medias, luego de esa larga pelea de linderos se dio paso
a lo que algunos llaman la pedagogía y otros el proselitismo. Entonces
aparecieron los manuales sobre la paz, las advertencias sobre la guerra, los
llamados al odio, la apelación a la venganza que no necesita mentiras y el
martilleo de la pesadilla venezolana. La inesperada negativa de las mayorías
logró que el pomposo armazón quedara tambaleante. Los tiempos de los
campamentos se alargaron y el tedio de la paz hizo renunciar a los primeros guerreros,
ideólogos de sus libres empresas, trabajadores por cuenta propia, según sus
códigos.
Mientras tanto volvió la
fábula del acuerdo nacional y cundieron los llamados a la mesura y a la
negociación. Más tinta, más páginas, más retórica y menos certezas. Ahora no se
negociaba con vistas a lo que merecían las Farc (castigos y oportunidades) a cambio
de su reconocimiento del Estado y sus reglas, sino con la mira puesta en los
votos, con los resultados del plebiscito en la mano y la idea de cultivar
electores con un discurso ya probado. Oslo y El Vaticano hacían sus análisis
lejos de las intenciones de voto en Neiva, Cúcuta, Villavicencio, Medellín y
Montería.
Se firmó el acuerdo por
quinta vez y aparecieron las altas cortes a oscurecerlo todo. Era el mejor
acuerdo sometido al peor de los mundos. Primero la Corte Constitucional con una
sentencia hecha de retazos de aclaraciones y salvamentos de voto. Una especie
de trabajo en grupo con un grupo que nunca logró ponerse de acuerdo. En medio
de una disputa política de más de cuatro años la Corte amparó toda su decisión
bajo el principio de la “buena fe”. Dijo que el gobierno tiene que respetar la
decisión del pueblo pero igual puede cambiarla mediante un proceso abierto y
deliberativo, bajo el principio de buena fe, que más tarde refrende el
Congreso. Ya sé que no se entiende pero no es mi culpa. La presidenta de la
Corte leyó su comunicado y los profesores de derecho constitucional quedaron
consternados. Los legos solo logramos entender que era la hora del Congreso. Y
el Congreso titubeante, todavía tembloroso en medio de las votaciones, llenando
de salvedades cada decisión, avanza como el galgo tras la carnada. La Corte
logró la gran hazaña de desvirtuar el filtro y la poción que pasó por el cedazo
en una misma operación.
Pero faltaba el Consejo
de Estado para confirmar que la decisión del 2 de octubre le hizo mal a los
vencedores y a los vencidos, a los simples observadores, a los abstencionistas
y a los oportunistas, y que cuando un proceso esencialmente político termina en
manos de los jueces, no quedan más que unas constancias dudosas y unas
confusiones ejecutoriadas.
Según la magistrada del
Consejo de Estado se probó la “violencia psicológica” que impidió la libertad
de los electores por las falsedades de campaña de los partidarios del NO.
Falsedades confesas por un tal Juan Carlos Vélez que salió a hablar “berraco” porque
no le reconocieron su gesta. Sabemos que la política es el arte de la
exageración. Castigar las mentiras de los políticos en campaña haría imposibles
las elecciones en cualquier parte del mundo. Tampoco resulta fácil saber
cuántos votaron impulsados por las mentiras y cuántos por sus propias verdades.
El Consejo de Estado contradice a la Corte y al mismo tiempo la apoya. Tal vez
con la idea de que dos contradicciones sumadas pueden conducir a una certeza. Solo
esperamos que no se pronuncie el Consejo Electoral ni la Corte Suprema.