martes, 6 de marzo de 2018

Fiebre electoral







Es inevitable que los políticos adoren las elecciones, el tiempo de sus puestas en escena, la adrenalina de la plaza pública, los alardes de la utopía sin las urgencias del gobierno. Es el momento de usar la mejor máscara y de mandar sobre la camarilla. La elección facilita una especie de desdoblamiento personal en el que Ordóñez puede publicitar su nombre con una champeta. La sociedad por su parte las goza y las sufre. Hay algo de masoquismo en oír a diario a sus posibles gobernantes, algo del peor voyerismo en asomarse a la vida de los políticos. Y luego está la inevitable crispación, el eco insoportable de los amplificadores pagos y los comprometidos, la discordia como obligación y todo el mundo real y entrañable que se suspende y se oculta detrás de esos días opacos y ruidosos en los que solo importa la lucha por el poder.
No hay duda de que el exceso de elecciones puede llegar a producir graves enfermedades democráticas. Sobre cargar la democracia de plebiscitos, nominaciones, cónclaves, encrucijadas y hecatombes producirá lesiones forzosas: dolores en las coyunturas, fiebres ideológicas, disturbios de personalidad. Gustavo Petro ha dicho en varias oportunidades que lo primero que haría si llega a la presidencia sería convocar un plebiscito para preguntarles a los colombianos si quieren convocar una Asamblea Constituyente. También lo dijo Gustavo Bolívar, quien sería el notificador general de la nación, un tono que más parecía una amenaza: “Desde la presidencia Gustavo Petro convocará una Constituyente el 8 agosto. No hay otra forma d acabar estas mafias del poder. Quedan notificados”.
Esa convocatoria traería, además de riesgos sobre los avances que ha significado la Constitución del 91, una cascada electoral para acabar con la paciencia, la resistencia y el mínimo sosiego. La seguidilla de campañas desfondaría cualquier balcón discursero. Ese plebiscito sería solo un hecho político, no tendría por si solo la posibilidad inmediata, en caso de resultar favorable, de convocar a la anhelada Asamblea. Le daría apenas legitimidad a esa idea, insumos suficientes al presidente para decidir sobre esa posibilidad. Es la función limitada de los plebiscitos. De modo que los calendarios electorales se completarían así en una posible presidencia de Petro.
Tenemos elección a Congreso y consultas el próximo 11 de marzo, Petro ha hablado de una especie de primera vuelta en el pulso con Duque que marca la campaña hasta hoy. Luego vendrán la “segunda” y la “tercera” vuelta en mayo y junio. Apenas comienzan a usarse las urnas. Seguiría el plebiscito el 8 de agosto, todavía dando vueltas, esa ya sería la cuarta para una nueva función de SÍ o NO. Un triunfo lo impulsaría y lo obligaría a tramitar una ley para una consulta con el fin de convocar a una Asamblea Constituyente. El artículo 57 de la ley 134 de 1994 sobre mecanismos de participación, deja clara la necesidad de una ley para “disponer que el pueblo en votación popular decida si convoca a una Asamblea Constituyente para reformar parcial o totalmente la Constitución.” En caso de que el Congreso aprobara dicha ley, que implicaría de algún modo su revocatoria, tendríamos una nueva elección para decidir, ahora sí con obligatoriedad jurídica, si se convoca o no a una constituyente. Para su convocatoria se necesitaría el SÍ de una tercera parte del censo electoral. En caso de aprobarse vendría la elección de los delegados constituyentes. Todo ese proceso se podría tardar cerca de un año y medio o dos, de modo que por ahí en el tiempo libre se deberán realizar las elecciones regionales de octubre del 2019. La cuenta es sencilla, de marzo de 2018 a Marzo de 2020 habremos marcado el tarjetón al menos siete veces. Una elección cada tres meses. La impresión de tarjetones, el menudeo de mercados y la venta de calmantes jalonarían nuestra economía. Sería la mejor opción para dejar un país exhausto y en manos del bipolarismo.


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