Es inevitable
que los políticos adoren las elecciones, el tiempo de sus puestas en escena, la
adrenalina de la plaza pública, los alardes de la utopía sin las urgencias del
gobierno. Es el momento de usar la mejor máscara y de mandar sobre la
camarilla. La elección facilita una especie de desdoblamiento personal en el
que Ordóñez puede publicitar su nombre con una champeta. La sociedad por su
parte las goza y las sufre. Hay algo de masoquismo en oír a diario a sus
posibles gobernantes, algo del peor voyerismo en asomarse a la vida de los
políticos. Y luego está la inevitable crispación, el eco insoportable de los
amplificadores pagos y los comprometidos, la discordia como obligación y todo
el mundo real y entrañable que se suspende y se oculta detrás de esos días
opacos y ruidosos en los que solo importa la lucha por el poder.
No hay duda de
que el exceso de elecciones puede llegar a producir graves enfermedades
democráticas. Sobre cargar la democracia de plebiscitos, nominaciones,
cónclaves, encrucijadas y hecatombes producirá lesiones forzosas: dolores en
las coyunturas, fiebres ideológicas, disturbios de personalidad. Gustavo Petro
ha dicho en varias oportunidades que lo primero que haría si llega a la
presidencia sería convocar un plebiscito para preguntarles a los colombianos si
quieren convocar una Asamblea Constituyente. También lo dijo Gustavo Bolívar,
quien sería el notificador general de la nación, un tono que más parecía una
amenaza: “Desde la presidencia Gustavo Petro convocará una Constituyente el 8 agosto.
No hay otra forma d acabar estas mafias del poder. Quedan notificados”.
Esa convocatoria
traería, además de riesgos sobre los avances que ha significado la Constitución
del 91, una cascada electoral para acabar con la paciencia, la resistencia y el
mínimo sosiego. La seguidilla de campañas desfondaría cualquier balcón
discursero. Ese plebiscito sería solo un hecho político, no tendría por si solo
la posibilidad inmediata, en caso de resultar favorable, de convocar a la
anhelada Asamblea. Le daría apenas legitimidad a esa idea, insumos suficientes
al presidente para decidir sobre esa posibilidad. Es la función limitada de los
plebiscitos. De modo que los calendarios electorales se completarían así en una
posible presidencia de Petro.
Tenemos elección
a Congreso y consultas el próximo 11 de marzo, Petro ha hablado de una especie
de primera vuelta en el pulso con Duque que marca la campaña hasta hoy. Luego
vendrán la “segunda” y la “tercera” vuelta en mayo y junio. Apenas comienzan a
usarse las urnas. Seguiría el plebiscito el 8 de agosto, todavía dando vueltas,
esa ya sería la cuarta para una nueva función de SÍ o NO. Un triunfo lo
impulsaría y lo obligaría a tramitar una ley para una consulta con el fin de
convocar a una Asamblea Constituyente. El artículo 57 de la ley 134 de 1994
sobre mecanismos de participación, deja clara la necesidad de una ley para “disponer
que el pueblo en votación popular decida si convoca a una Asamblea
Constituyente para reformar parcial o totalmente la Constitución.” En caso de
que el Congreso aprobara dicha ley, que implicaría de algún modo su
revocatoria, tendríamos una nueva elección para decidir, ahora sí con
obligatoriedad jurídica, si se convoca o no a una constituyente. Para su convocatoria
se necesitaría el SÍ de una tercera parte del censo electoral. En caso de
aprobarse vendría la elección de los delegados constituyentes. Todo ese proceso
se podría tardar cerca de un año y medio o dos, de modo que por ahí en el
tiempo libre se deberán realizar las elecciones regionales de octubre del 2019.
La cuenta es sencilla, de marzo de 2018 a Marzo de 2020 habremos marcado el
tarjetón al menos siete veces. Una elección cada tres meses. La impresión de
tarjetones, el menudeo de mercados y la venta de calmantes jalonarían nuestra
economía. Sería la mejor opción para dejar un país exhausto y en manos del
bipolarismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario