La consigna
se repite desde orillas ideológicas y corrillos electorales: “¡Es hora de
filarse, uno tras otro, si no quieren resultar culpables!” Es un grito a los
indecisos y a los desganados, a quienes tienen algo de pudor o de pereza frente
a las militancias, a los reacios a la propaganda y el fervor. El llamado al
orden se hace subrayando los temores ante el posible triunfo de los
adversarios. Resulta más fácil movilizar con el discurso envenenado de los
rivales que con el discurso perfumado de la causa propia. La diatriba siempre
será más poderosa que el elogio.
El tiempo
de las discusiones ha terminado, parecen sugerir. Es hora de las consignas. Señalar
los posibles defectos de una idea o de un argumento salido color ideológico
elegido es dar ventajas inexcusables a los enemigos. Para qué mostrar simples
desperfectos de la causa (ya se corregirán en el camino) si es posible mostrar
los estragos del rival. La crítica que no está claramente dirigida al noble objetivo
electoral solo puede ser perfidia. Quien no toma partido con decisión solo
esconde sus intereses, la falta de fe solo puede ser disimulo, silenciosa
traición.
En estos meses
en los que hasta los apáticos profesionales, los desentendidos y los
despistados se convierten en militantes rabiosos es necesario recordar un poema
del marxista italiano Antonio Gramsci llamado Odio a los indiferentes: “Odio a los indiferentes. / Creo que vivir
quiere decir tomar partido. / Quien verdaderamente vive, / no puede dejar de
ser ciudadano y partisano. / La indiferencia y la abulia son parasitismo, / son
cobardía, no vida. / Por eso odio a los indiferentes.
(…)
Pido
cuentas a cada uno de ellos: / cómo han acometido la tarea que la vida les ha
puesto y les pone diariamente, / qué han hecho, / y especialmente, / qué no han
hecho. / Y me siento en el derecho de ser inexorable / y en la obligación de no
derrochar mi piedad, / de no compartir con ellos mis lágrimas.”
Es fácil dejarse
llevar por las mareas electorales. Es inevitable muchas veces. La idea es
resistirse un poco, buscar una pequeña piedra en la corriente, respirar hondo,
levantar la cabeza y dar brazadas hasta una orilla, o simplemente esperar que
baje un poco esa fuerza que lo revuelve y lo confunde todo. No estamos
obligados a ser partisanos ni a elegir a quienes se puede criticar y a quienes
se debe ensalzar. Las elecciones también pueden ser un espectáculo para los simples
observadores, un ejercicio para votantes displicentes y descreídos. La cólera,
el miedo, los gritos del “rebaño de las mentes independientes” o de los
salvadores de la patria no pueden ser una obligación.
Es triste el espectáculo
de los partidos sin candidato que solo esperan agazapados, que ofrecen sus
votos al mejor postor, que solo tienen un entusiasmo fincado en sus
posibilidades de obtener algún rédito personal, una pequeña coima. Pero los
votantes individuales podemos actuar un poco a su manera. Podemos esperar sin
mayores aspavientos, decidirlo todo al final, al momento del cubículo si se
quiere, sin mucho dogma ni mucho drama. La apatía también puede ser sinónimo de
reflexión, de duda metódica. El bostezo como un arma contra el encanto de los
patrones y el temor a los caudillos.
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