Mucho antes de entrar en olor de
Santidad la Madre Laura Montoya fue protagonista de un escándalo novelesco en
Medellín. El matrimonio, la vocación religiosa, la educación de las niñas de
bien y el fanatismo agitaron el pequeño barco de la villa. En el medio de la
tempestad de rumores, arengas y cartas estaban los novios en vísperas, Eva
Castro y Rafael Pérez, y la Madre Laura Montoya, madrina de la futura boda y
maestra preferida de la novia: una joven pálida y delicada de ánimo, voluntariosa
y retraída, perfecta para llamar a la muerte en un poema romántico.
Eva Castro desdeñaba los bailes y
otros eventos de sociedad, su pretendiente no tenía muchas posibilidades
distintas del secreto al oído privilegiado de la preceptora. Incluso el Sí definitivo
debía entregarse por interpuesta persona. Luego de un paseo a Robledo donde
Rafael “le precisó a Eva sus aspiraciones”, ella dijo que sólo durante la
siguiente semana le daría respuesta. La
Madre Laura fue encargada de darle la buena nueva al ansioso joven: “Señorita,
si Rafael viene a pedirle una respuesta mía, dígale que sí”, le dijo Eva a su
guardiana de fe. No digamos que todo estaba consumado, pero estaba cerca. Se
fijó la fecha, se bendijeron las argollas y de pronto, días antes de la ceremonia,
la joven anunció el deseo de “retirar su palabra”. Su resolución tenía visos de
arrebato místico: “antes de consumar su sacrificio -así llamaba su enlace- creía
tener el valor suficiente para ver muertos a todos aquellos a quienes amaba”.
Las primeras acusaciones contra
la Madre Laura llegaron de la familia Castro. La maestra abnegada era ahora una
fanática que torcía el ánimo de las jóvenes con la unción de saliva venenosa,
sermones contra el matrimonio, promesas místicas y otras hierbas de convento. Los
murmullos crecieron al paso de la monja y muy pronto eran gritos y burlas de
los emboladores. Las familias comenzaron a sacar sus niñas del Colegio de la Inmaculada -que dirigía la
Madre Laura- antes de que se quedaran mirando al páramo y despreciaran los
halagos de sus pretendientes. Los periódicos de izquierda la pusieron en su
hoguera y la Madre procedió según sus saberes: calentó un cuchillo al rojo vivo
y se grabo con él una cruz en su pecho. Una defensa íntima contra sus enemigos
y una confirmación de las locuras extáticas rondaban su cabeza.
Todo habría quedado en el revuelo
pasajero de un pueblo que por pugnas ideológicas y gusto por las habladurías
terminaba graduando de bruja a una de sus maestras de confianza. Pero el
escritor Alfonso Castro, hermano de Eva, decidió publicar una novela para
ventilar su versión de la historia. En 1903 circuló Hija espiritual. Estaba muy claro que la señorita Adela, la
desbaratadora de matrimonios, no era otra que la Madre Laura Montoya. En principio
sus superiores le pidieron silencio, era cuestión de dominar el orgullo. Pero
cuando la espuma y la bilis estaban cerca del atrio de la Catedral la instaron
a defenderse. La Madre Laura escribió entonces una larguísima carta abierta al
Doctor Alfonso Castro. Tomás Carrasquilla sirvió de escribano, editor y mentor
dialéctico. Tanto que la carta figura en sus obras completas aunque al final tenga
la firma de la recién santificada.
Las cerca de veinte páginas están
llenas de inteligencia y preguntas sobre la educación de las mujeres y el
difícil tránsito de las solteras en una sociedad que era a su vez una fábrica
de esposas obedientes. En últimas la monja reivindica el derecho a encerrarse
sin quebrantar ninguna ley social ni natural “¿No es cierto que representamos
nuestro papel de bestias chasqueadas e inútiles con demasiada mansedumbre?” Terminé
por darle toda la razón.