Las cosas empezaron con los primeros alardes de limpieza.
Las fotos oficiales daban cuenta de rincones inmundos de la ciudad ahora
convertidos en esquinas respetables. Incluso se mostraban muros antes
“vandalizados” que ahora lucían el gris oficial. Para la administración actual
de Medellín tapar los grafitis significa recuperar el espacio público. Todos es
mugre menos los logos institucionales.
Luego comenzaron a publicitar su tarea de levantar los
cambuches de los habitantes de calle como un triunfo institucional. Mostraban
las fotos de los cartones, las tablas, el reciclaje, todo ese menaje de
miserias, arrumado en una volqueta y celebraban la victoria contra el mugre. Un
útil sinónimo de la maldad. Es la pelea más fácil y más rentable para el poder
municipal: una cuadrilla de funcionarios de chaleco, un grupo de policías, dos
comunicadores y comienza el rodaje. Un triunfo para la histeria de las redes y
la favorabilidad, pero inútil para la sociedad y peligroso para quienes viven en
la calle bajo su propia sombra. Desde esas primeras fotos fue muy claro un señalamiento
a los habitantes de calle como usurpadores, “no tienen absolutamente nada, pero
nos roban el espacio y ensucian el aire”, parecía ser la consigna.
Medellín tiene una larga y triste historia de “limpieza
social”. Tal vez el ejemplo más macabro llegó con el grupo “amor por Medellín”
entre 1987 y 1993. La campaña cívica que había sido orgullo a comienzos de los
ochenta fue apropiada por un grupo paramilitar, acompañado de agentes
estatales, para nombrar sus purgas. El año pasado el artista Santiago Rodas
mostró en una exposición esas coincidencias involuntarias que dicen tantas
cosas de nuestros esfuerzos cívicos y asépticos.
El año pasado fueron asesinados 49 habitantes de calle en
la ciudad. Eso es el 13% del total de homicidios de 2023. El crecimiento con
respecto al 2022 fue del 116%. Este año, según datos oficiales, han sido
asesinados 22 habitantes de calle, un 9% del total de homicidios hasta la
fecha. En Medellín sobreviven 8.000 personas en las calles, un número creciente
como en todas nuestras ciudades, y las autoridades están obligadas, muy a su
pesar, a hacer esfuerzos para al menos impedir que sus declaraciones y
señalamientos aumenten los riesgos sobre sus vidas. El paso de levantar el
cambuche a levantar el cadáver puede ser muy corto.
Las cosas empeoraron con los ataques de habitantes de
calle a carros y motos lanzando piedras desde algunos puentes. Cuatro personas
han sido asesinadas este año en medio de esas agresiones terribles. La alcaldía
tiene la obligación de actuar contra esos asesinos, sin duda, y de ejercer
controles frente a una población vulnerable que muchas veces implica problemas
de convivencia e inseguridad.
Pero las campañas oficiales que asocian automáticamente a
drogas y delito a los habitantes de calle, que los criminalizan y los levantan
en medio de la noche con ejército y policía, solo podrán lograr violencia
indiscriminada contra las personas más vulnerables de la ciudad. Asociar toda
la “economía de subsistencia” con las drogas muestra ignorancia además de una
gran injusticia. La alcaldía de Gutiérrez recuerda nuestro código penal de 1936
cuando la mendicidad y la vagancia era delitos. Así como el hábito no hace al
monje, la cobija roñosa no hace al asesino.
El alcalde Gutiérrez debería pensar que sus palabras y
campañas pueden alentar la limpieza social como ya lo hemos visto en algunos
videos. Exponer unas vidas con un discurso y unas acciones que resultan ineficaces
para proteger a otras, es el más grande fracaso de quienes ejercen el poder
público.