Los símbolos marcaron el inicio del gobierno Petro, una retórica del cambio basada en nuevos elementos de la baraja sentimental del poder: espada, paloma, sombrero, corona de plumas, escudo, balcón… El cambio estaba en una nueva disposición del mobiliario, unos colores y maneras distintas de habitar el Palacio de Nariño y levantar las rejas de sus plazas aledañas. Pero los símbolos pierden vigencia y la gente requiere esperanzas y realidades distintas a los gestos conmovedores. Los nombramientos en cargos claves de hombres y mujeres ajenos al poder son en últimas un consuelo emotivo y burocrático. La llegada al escritorio de alguien con afinidades sociales e ideológicas es una alegría pasajera para los partidarios, y no asegura ninguna mejoría palpable.
De modo que era necesaria una nueva etapa luego de los primeros meses mensajes más propios de campaña que de gobierno. El momento de reemplazar los guiños. Vinieron entonces los grandes anuncios: cuarenta sedes universitarias, tren elevado de costa a costa, corredor férreo interoceánico, molinos de viento en la Guajira, paz definitiva, salud total… Los sueños terminaron en una sensación de frustración que se tomó el discurso presidencial. Los señalamientos al “enemigo interno” que no deja avanzar, los regaños a los ministros por la falta de ejecución, los reclamos a las Cortes por no permitir el cambio, la denuncia del Congreso paralizante, la victimización como mensaje de urgencia. La maldita realidad se niega a obedecer la voluntad misericorde del presidente, los propósitos bondadosos no tienen la cualidad de imponerse con solo ser dichos. La palabra del líder no es milagrosa, puede ser solo palabra vanidosa.
Ha llegado entonces el momento de la grandilocuencia, de las grandes encrucijadas y la fecha histórica. Ahora todo es cuestión de vida o muerte. Terapia de choque para despertar a sus asambleas populares. Primero fue el llamado a una constituyente anómala, sin respaldo constitucional, artesanal, podría decirse. Un canto para aumentar el fervor de sus partidarios y alimentar su ego de reformador. Más una logística de campaña que una verdadera intención de reformar la carta política. Esa idea quedó en los papeles de Leyva y era necesaria una nueva audacia.
Desde febrero pasado el presidente comenzó a hablar del golpe de estado que se preparaba en su contra. Antes había hablado de “ruptura institucional”. La demora de la Corte Suprema para elegir fiscal y un trino de una cuenta falsa del ex fiscal Barbosa llevaron al presidente a la lógica del golpe. Parece que Petro necesita adrenalina, sueña con la inestabilidad, desea una épica sencilla que consiste simplemente en terminar su mandato el 7 de agosto del 2026. Terminar sería entonces una revolución suficiente, una victoria contra los poderes hegemónicos y fascistas.
Petro encontró entonces el momento de la confrontación, la postura del guerrero y el héroe, aunque resulte quijotesco. Y al mismo tiempo baja el listón de las expectativas, alienta a sus partidarios con la idea del ahora o nunca, posiciona una guía para la próxima campaña y se impone la aureola del perseguido. Y como si la amenaza del golpe fuera pequeña, ahora habla de los planes para asesinarlo. Hasta hoy no hay pruebas de esas intenciones pero el presidente dejó caer la bomba en uno de sus discursos.
En medio de toda esa cronología se mantiene siempre la figura del presidente predestinado, del líder providencial y adelantado, del hombre que ve más allá de las pequeñas urgencias, del ídolo que no quiere una estatua sino fluir en la naturaleza.
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