

“Ejército: clase improductiva que defiende a
la nación devorando todo cuanto en ella existe,
para que el enemigo no sienta la tentación de invadirla” Ambrose Bierce.
El canto contra la guerra se entona desde las orillas más diversas. Ghandi es el santo patrono y la letra de las canciones se repite sin importar que venga en compañía de la nueva trova, el alarido punk o el estribillo pegajoso del parcero mayor. Cuando se clama por la paz se comete casi siempre un atentado contra la originalidad. Desde que Belisario nos puso a pintar palomas en la década de los ochenta hasta la petición de Mancuso para ser gestor de paz, la palabra mágica ha estado en el sermón de la iglesia, el volante de los opositores, el comunicado del gobierno, el discurso de los activistas, el mural de los artistas, la cantaleta de los locutores y las peticiones de los taxistas. Una religión universal con un mandamiento que parece imposible de cumplir.
Sin embargo, cuando el coro de siempre se acompaña con una repulsa puntual, con un grito contra el caso concreto, un derecho de petición, una tutela contra el fusil obligatorio, aparecen las diferencias de tono. Los integrantes de la Red Juvenil encontraron hace cerca de 12 años una manera de hacer que sus pintadas pacifistas tuvieran consecuencias en las brigadas. Siguiendo el ejemplo de los procesos de objetores de conciencia en España y Paraguay, comenzaron a hablar de la posibilidad de decir no al reclutamiento del ejército en las grandes jornadas de incorporación y al enganche uno a uno de los combos y las milicias en la ciudad. La organización que había surgido siguiendo la cuerda del trabajo de la Consejería para Medellín a finales de los ochenta, fue separándose poco a poco hasta convertir la renuncia a la guerra en una inspiración atractiva para el afiche y apropiada para servir como grito de independencia.
En medio de la ciudad que recibió su bautizo de fuego de parte de Rodrigo D y No nacimos pa’ semilla, unos jóvenes decidían decir que la guerra no era con ellos, que los fierros no eran gran cosa, la salvación no estaba en María Auxiliadora y que no querían ser pajes armados ni de El Patrón ni del Estado.

Cuando algunos miembros de la Red Juvenil de Medellín recibieron amenazas hace algo más de un año, cuando aparecieron los panfletos y las llamadas intimidatorias, la alcaldía ofreció poner dos custodios en la puerta de esa casa empayasada con aerosol en la Calle Bomboná. ¿Dos policías cuidando una fortaleza del antimilitarismo? ¿Un par de pistolas para proteger a los líderes de la organización pionera en la lucha por la objeción de conciencia contra el servicio militar en Colombia? No era posible. La casa es alérgica a los agentes del orden, los detectives, los inspectores, los vigilantes y los uniformados de todo tipo. Seguro que les habrían pintado a los policías una señal de prohibido en la pared, a lado y lado de la puerta, para que se recostaran y fueran las siluetas de un graffiti escala 1:1. Se busca una consecuencia cierta a la repetición de la palabra paz y se recibe una declaratoria de guerra.
La respuesta de Shaka y Heraldo Durango sobre cómo se resolvió el problema de las amenazas deja ver que el discurso y las intenciones de la Red Juvenil han ido mucho más allá de la libreta militar: “Pusimos la denuncia frente al Estado como una forma de hacer visibles las amenazas. Pero no nos interesa la protección de la policía, no queremos dos policías en la puerta pidiendo cédula, eso no aporta nada a la seguridad. Les dijimos: si los quieren mandar, mándelos a que ronden los alrededores, que cuiden las legumbreras de la cuadra, pero no más.”
El rechazo a la policía y el ejército se complementa con la desconfianza en las leyes y los jueces, el desprecio por los políticos y la apatía por la democracia como una simple carrera electoral. La Red Juvenil es en realidad la principal escuela de activismo político que tiene Medellín. Con una llamativa especialización en objeción de conciencia y antimilitarismo pero con materias y consignas para todas las reivindicaciones habidas y por haber. Así que la conversación va de las víctimas de los cuarteles a los verdugos que totalizan las cuentas de servicios públicos, del punk como un género de resistencia a la resistencia del machismo frente a la equidad de género, del desplazamiento interurbano al capitalismo mundano y de la tienda agro ecológica a la lógica agro explotadora de los palmicultores.

Shaka y Heraldo Durango son miembros de la Red a los que ya el apelativo juvenil les va quedando estrecho. Cuando llego a la casona alta en Bomboná me los encuentro en el patio discutiendo frases para acompañar la décimo sexta versión del Antimili sonoro. Un concierto que se ha convertido en la principal tribuna de los jóvenes disidentes en la ciudad. Nació con la herencia del Punk Medallo y algunas voces curtidas de la escena local. Primero fue una especie de ensayo de amigos en el Parque Obrero en Boston, amplificado con equipos caseros y con una docena de espectadores que intentaban descifrar la sigla NOVA que servía como telón de fondo.
Ahora el Antimili es una especie de misa campal para renovar los votos de la disidencia dura, para mover la aguja de las huestes mojigatas, para pelarle el culo desde la tarima a todo lo que pretenda ejercer autoridad, para reteñir algunas viejas consignas. Y digo que es una misa a cielo abierto porque la idea es que el alboroto tenga algo de ritual. Lo primero es no pedir permiso a la administración. Hablar con los vecinos del parque, comprometerse a cuidarlo e intentar que el cuento del autocontrol sea cierto. Demostrar que no se necesitan los tombos para que 4000 jóvenes puedan poguear a sus anchas sin necesidad de romperlo ni mancharlo todo. En los organizadores siempre está la idea de que el concierto sea algo más que un parche, que en los oídos queden pitando algunas ideas. Y que todo el mundo sepa que NOVA significa no violencia activa.
Nadie podrá decirles que no ha quedado nada después de tanta bulla. En Medellín, donde por una época los metaleros, los punteros, los raperos y otras aves formaron guetos y jugaron a las pandillas despreciando a los que habían educado el tímpano con voces distintas, el Antimili ha apostado siempre por la diversidad, por la unión de las crestas y las greñas. Así que la mencionada misa resulta siendo ecuménica.

Durante la conversación con Shaka y Heraldo Durango tengo impresiones distintas. Al comienzo, una ligereza en medio de una pregunta, me lleva a tratar al objetor de conciencia como un pelao que se rancha, un adolescente con una rabieta pacifista. Heraldo se retuerce en la silla y me para de entrada: “No Pascual, no es que el pelao se ranche sino que quiere defender una convicción personal, un derecho a no ser obligado vivir durante un año en un medio que contradice todas sus expectativas de vida y sus ideas.” Ya sé que mis contertulios son atentos y suspicaces a todos los discursos, examinan con recelo todo lo que reciben, ven mecanismo de dominación en los engranajes de una caja de música.
Un poco más tarde estamos hablando de sus acciones directas, sus salidas a la calle para agitar un tema y mover la modorra ambiente por medio de tambores, payasos y pelucas. Para saltar a las fuentes mientras la banda marcial retumba en un parque el día de la independencia. Ahora tienen un aire jovial y hasta ingenuo. Me dicen que han cambiado un poco las técnicas de boicot y confrontación por choques más sonoros y menos estruendosos.
En un momento aparece la frase para poner en el capitel de la puerta: “Somos una organización que tiene poder, que construye poder”. Antes había quedado claro el rechazo a acudir la los mecanismos legales para lograr las reivindicaciones: “Nuestro fin no es que la Corte Constitucional diga que avala la objeción. Sabemos que muy seguramente traerá la imposición de un servicio civil obligatorio. Además las leyes no son garantía de nada, no nos contentamos con los códigos. Queremos construir es desde la organización popular”. Aquí hay matices entre las posiciones de Shaka y Heraldo. En todo caso la Red tiene personas encargadas del acompañamiento jurídico a los objetores de conciencia, y una máquina de escribir se encarga de las tutelas y los derechos de petición en las afueras de la plaza de toros los días de los grandes reclutamientos del ejército. Ahora veo un grupo diverso con objetivos comunes, un colectivo con gente que apuesta radicalmente por olvidarse del Estado y gente que ve posibilidades de cambios por medio de las reformas legales y fallos judiciales. Anarcos y reformistas. No puedo evitar una pregunta política. Su discurso y algunos papeles en las paredes me hacen pensar que la meca del antimilitarismo en Medellín es también una casa roja, rojita con simpatías por un Teniente Coronel venezolano. Suspiro aliviado con la respuesta. Frente a Chávez también hay recelos y desconfianzas.
Al final me quedo con la imagen de unos pacifistas tercos, duros de doblegar con el discurso o la amenaza, capaces de chocar contra el escudo antimotín, sabotear desde la risa o argumentar para los juicios. Esa terquedad fue suficiente para romper la fila del Batallón Juan del Corral en Antioquia. Diego Alexander Pulgarín, un joven objetor reclutado en la terminal de transportes de Medellín, logró hace un año salir del ejército defendiendo su opción antimilitarista. Luego de cuatro meses de entrenamiento forzado, de marchar con las botas al revés y negarse a tomar el fusil, sus superiores se declararon en inferioridad: “Póngase la civil que su va para su casa”. Durante ese pulso desigual los miembros de la Red Juvenil sirvieron como abogados, psicólogos, hinchas y jefes de debate. Al final, un triunfo inesperado de la sencilla insolencia. Y un grito para celebrar con carcajadas: “¡Descansen, arrr!”