miércoles, 30 de junio de 2021

Condenas imposibles

 






 

El fin de semana pasado Derek Chauvin, agente de la policía de Minneapolis, fue condenado a 22 años y 5 meses de cárcel por cargos de homicidio. Un angustioso video de 9 minutos y 29 segundos en el que se ve al agente con sus gafas oscuras en la frente y la rodilla sobre el cuello de George Floyd se repasó decenas de veces durante el juicio. El fiscal dividió el video en 3 secciones que demuestran la brutalidad: “4 minutos y 45 segundos cuando Floyd gritó que no podía respirar; 53 segundos cuando Floyd tuvo convulsiones anóxicas por falta de oxígeno; y 3 minutos y 51 segundos cuando Floyd no reaccionaba.” La claridad de la violencia homicida era tan dolorosa que no se necesitaban mayores argumentos: “crean en lo que ven”, fue la frase preferida por parte del fiscal que acusó a Chauvin y pedía 30 años de prisión. Para el juez 2 agravantes acompañaron la culpabilidad del oficial de policía: Su actuación con especial crueldad y su abuso de autoridad. En su condena de 22 páginas se leyó una sencilla conclusión: “El señor Floyd fue tratado sin respeto y se le negó la dignidad que se le debe a todos los seres humanos y que sin duda se habría tenido con un amigo o un vecino”.

El juicio duró 6 semanas y el día de la lectura del fallo más de 2.000 policías custodiaron el tribunal. Hace 2 meses la familia de Floyd fue recibida en la Casa Blanca por el presidente Joe Biden y la vicepresidente Kamala Harris. Ese día una frase de Philonise Floyd, hermano de George, quedó por encima de cualquier declaración oficial: “Si pueden hacer leyes federales para proteger a los pájaros, pueden hacerlas para proteger a las personas de color”. La “ley Floyd” de reforma a la policía está estancada en el senado.

El presidente de los Estados Unidos celebró la condena como “un gran paso” contra el racismo sistemático en el país y recalcó que la actuación del Chauvin había sido un asesinato a plena luz del día. La condena fue más fuerte de lo usual en los tribunales de Minneapolis para un homicidio en segundo grado cometido por alguien sin antecedentes judiciales. El promedio en esos casos habla de 12 años de cárcel. Chauvin no tendrá opción de salir bajo libertad condicional antes de 2035 o 2036 cuando esté cerca de cumplir 60 años. Pero su condena no es solo un “gran paso”, como dijo Biden, sino una gran novedad, una rareza en un país donde cada año cerca de 1.000 personas, es el promedio de la última década, mueren en procedimientos policiales. Lo normal es que los jurados protejan las actuaciones de los agentes y den una gran discrecionalidad al uso necesario de la fuerza. Las cifras de condenas a policías en Estados Unidos muestran que se necesitan incendios en decenas de ciudades, declaraciones presidenciales, miles de horas en televisión y grandes movimientos ciudadanos para que un solo caso tenga un resultado aceptable. Apenas 11 oficiales de policía han sido condenados por homicidio en Estados Unidos desde 2005. Esto a pesar de que una investigación del FBI, hablando de las muertes de ciudadanos a manos de la policía entre 2013 y 2017, anotó que menos de la mitad de los casos habrían sido “homicidios justificados”. Los antecedentes de Chauvin no había sido atendidos antes de que los 9 minutos y 19 segundos se convirtieran en parte de la historia de Estados Unidos. Ni las 22 investigaciones internas en 19 años de servicio ni los 6 arrestos con violencia denunciados en los últimos 5 años dejaron alguna consecuencia.

Condenar a los policías por sus delitos flagrantes es una hazaña, un hito, un punto de inflexión, un gran paso, en Estados Unidos. El uniforme es casi siempre una coraza invencible. En Colombia sucede exactamente lo mismo mientras hablamos de cambio del color de los uniformes Hace unos meses, luego de un video y unos incendios, el agente Juan Camilo Lloreda fue condenado a 20 años por la muerte de Javier Ordóñez.

 

 

miércoles, 23 de junio de 2021

Noticia de un paciente

 





 

Un reino anunciado durante más de un año, un reino de puertas abiertas, con las invitaciones silenciosas y ocultas que se entregan todos los días, un reino plagado de advertencias y fantasmas y condenas ¡Qué digo un reino! Mejor una fortaleza, una prisión. A ese lugar fui invitado hace un poco más de quince días por un anfitrión desconocido. Y llegué sin mayores asombros, siguiendo los dolores indicados, aceptando muy pronto que la fiebre era una garantía de estar en sus habitaciones, que no era un asunto de imaginación. En apenas veinte horas me entregaron la confirmación de mi llegada: la prueba médica como llave, un pequeño instrumento para medir el oxígeno y la presión arterial, treinta pastillas y consejos acompañados de compasión.

Un chuzón en el pecho había sido una primera advertencia, como el índice que nos señala de una culpa con golpes secos en el esternón. Luego las piernas para advertir la debilidad que viene y más tarde la presión en las cuencas de los ojos, no se sabe si con intensión de sacarlos o hundirlos. El efecto en los ojos tal vez tenga que ver con el necesario llamado a ocultarse, a vivir en el claustro de los apestados. El único contacto que se mantuvo siempre fue el de la vigilancia tortuosa que entrega el teléfono. En esta instancia las enfermeras y los médicos no hablan, solo titilan. Cuando me sentía como el más triste de los pájaros, en pijama, abriendo y cerrando los brazos para respirar hondo y alejar la presión del pecho, justo en ese momento algo vergonzoso frente al espejo, timbraba el teléfono: “¿Podría enviarme sus signos vitales?”. “sin voluntad ni para lavarme los dientes”, hubiera sido siempre la respuesta apropiada.

En medio de la clausura se impone una especie de diadema que hace presión sobre la cabeza para dosificar los mareos y sacudir el mundo. Imagino que esa misma presión es la que entrega una sensibilidad exacerbada al inquilino. Recuerdos inesperados, resignaciones que parecían olvidadas, las ansias de resarcir algunas ofensas ya caducas… Todo viene en medio de la fiebre y parece tan irreversible, tan poderoso. La peor televisión me hacía llorar generando el doble castigo de la sensiblería y la falta de voluntad para si quiera cambiar el canal. Pero para el descanso estaba la noche: un nado desconcertante entre sudores y escalofríos en las piernas. Solo el agua servía como salvación, el agua que se agotaba en las noches y al mismo tiempo obligaba al baño donde la talla de la taza era cada vez un poco más amplia frente al cuerpo. Pero no todo era sensibilidad a flor de piel, también estuvo la privación de los sentidos. Sin previo aviso la fruta salvadora de la mañana ahora era una papilla insípida y la sopa un potaje para la supervivencia. Masticar como un acto de fe, como un ejercicio tan triste como ese de respirar y levantar los brazos.

El despertar, o mejor, el amanecer, era sobre todo un sobresalto acerca de las posibilidades de la mejoría. Casi siempre un alivio, algo de ánimo, pero la estadía iba pesando hora a hora y luego de la siesta, más imposición que descanso, era el momento de las nuevas fiebres y el abatimiento. Una burla sin duda, una manera de vencer también la mente y la confianza. La música sonaba afuera como algo extraño, cómo algo ajeno y lejano. No apta para la gente en la fortaleza.

La suerte quiso, además, que en la mesa de noche estuviera dispuesta La montaña mágica, novela de apestados que viven en un elegante desahucio. Tembloroso pasé más de 400 de sus páginas, casi viviendo entre esos personajes que tosen para existir, llevan su tabla de temperatura, ven admoniciones en las sombras de sus pulmones y terminan por apreciar su enfermedad como lo único que los hace singulares. La novela va por la mitad, y parece que yo he logrado salir del Sanatorio Berghof. 

miércoles, 16 de junio de 2021

Lecciones brasileras

 



Durante siete años Brasil celebró una campaña anticorrupción con visos de carnaval y entregó aires de justicia y revancha a una mayoría de la población. La política ya no aportaba ninguna credibilidad así que era hora de que los jueces, su investidura y su severidad, cargaran con las emociones extinguidas de las campañas políticas. Las primeras del caso Lava Jato se dieron en 2014 e involucraron a 46 personas por delitos de soborno por parte de la estatal Petrobras y lavado de dinero. Un año más tarde el ministerio público había construido un portal con información abierta sobre el proceso que unos meses después ya tenía más de un millón de visitas. Ya en el 2017 el expresidente Lula da Silva había sido condenado a nueve años de prisión por recibir sobornos de Odebrecht y perdía así la oportunidad de participar en las elecciones presidenciales de 2018.

Sergio Moro fue desde el comienzo el líder y la cara visible de la ofensiva, un moralizador que se fue entusiasmando con su tarea y con la sociedad civil que lo aclamaba. Sus declaraciones sobre la vanidad judicial parecían calcadas de los políticos: “¡Siempre he dicho públicamente que lo importante es el trabajo institucional, el poder judicial y sus instituciones. Entonces, debemos enfocarnos en el fortalecimiento de las instituciones porque esto también implica el fortalecimiento de nuestra democracia!”. Pero comenzaron a aparecer las fotos sociales con la gente de la Social Democracia que al mismo tiempo eran llamados a declarar contra sus rivales políticos. Las advertencias de los juristas más serios y garantistas fueron desestimados como un afán de tapar a los poderosos. Desde 2014 un magistrado del Tribunal Federal dejaba claros los peligros: “Es un juez que presta un servicio público relevante, pero tiene que tener cuidado de no transformarse en un Estado policíaco". Moro conminaba a Lula a declarar con la policía antes de notificarlo, filtraba a la prensa las piezas que consideraba fundamentales así no tuvieran respaldo legal. Por ejemplo, las interceptaciones de conversaciones con Dilma Rousseff que justificó citando como precedente el Watergate gringo del 1974.

Moro recibía premios internacionales, era aplaudido a rabiar en sus visitas a capitales latinoamericanas y su capa de súperjuez cubría casos y condenas un muchos países. La falta de un contrincante de peso por la “descalificación” de Lula sumada al impulso anticorrupción llevaron a Bolsonaro al poder. Moro que había negado de plano la posibilidad de estar en la política llegó al ministerio de justicia del nuevo presidente alegando que era un cargo técnico para impulsar reformas claves. Un año y cuatro meses duró antes de salir disparando del gobierno por las injerencias de Bolsonaro en el despido del jefe nacional de policía.

Pero faltaba lo peor. Las comunicaciones por Telegram de Moro y los fiscales se filtraron y fue claro que el juez hacía también de fiscal y daba órdenes y consejos a los acusadores. Ahora sí las filtraciones le parecían injustificables. En marzo pasado el Tribunal Supremo de Brasil confirmó la libertad de Lula y anuló los fallos en su contra decidiendo que el fallo de Moro había sido parcializado. Ahora muchas de las causas penales de Lava Jato tambalean y no de los magistrados del tribunal habló de la Stasi brasilera.

En Colombia esos juegos de justicia suelen ser mucho más mediocres. Impulsados por Margarita Cabello o Carlos Felipe Córdoba, simples rondadores de curules con encargos partidistas e ínfulas justicieras. Moro, la procuradora y el contralor demuestran que la aparente lucha contra la corrupción puede encarnar tantos peligros como la corrupción.

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 2 de junio de 2021

Detrás de la placa

 

 



Leer el diario de un policía, su minuta de registros, riesgos, violencia, corrupción y frustraciones, fue un ejercicio paradójico: nada me sorprendió pero cada página me dejó detalles aterradores. El libro, a la vez el retrato de algunos municipios y de una institución en mora de reformas, se llama Detrás de la placa y fue escrito por Andrés Acosta Romero hace unos cuatro años. El agente Acosta llegó a la policía en abril de 2003 y vistió el uniforme por más de 10 años. Tiene algo especial ese agente con gustos rockeros y horas libres al lado de Poe y Camus “para no penar güevonadas”.

Nunca quiso ser policía, su vocación estaba lejos de ese “servicio” en el que lo inscribió su madre aburrida de ver sus ocios de billarista en su natal Villavicencio. Él solo puso la huella y la firma en el formulario diligenciado. El primer contacto con la policía lo había tenido a los 19 años cuando una palmada en la espalda lo despertó de su “vuelto” en patineta oyendo a los Illia Kuryaky and the Valderramas. Un policía lo esculcó hasta los huesos preguntándole dónde tenía la marihuana y luego pasó más de 12 horas en una celda de castigo por su pantaloneta camuflada. Un abuso de rutina para miles de jóvenes en Colombia.

Pero el uniforme lo esperaba luego de cansarse de llevar hojas de vida siguiendo la ruta de la bolsa de empleos del Sena. Antes unos vecinos le habían propuesto irse al Caquetá al próspero negocio de raspar y cocinar. Para eso no necesitaba entrevista de trabajo. Eran los tiempos del Plan 10.000 en la primera presidencia de Uribe y la formación de los agentes había pasado de un año a seis meses. “De uniforme colegial a uniforme policial, de muchacho de barrio a autoridad, de cuadernos a revólverl…” Antes de jurar lealtad a la patria y besar la bandera, Acosta aprendió a marchar como muñeco de cuerda, a ser sumiso y agachar la cabeza, a gritar para ganar respeto frente a los ciudadanos, a brillar sus botas y templar las cuatro esquinas del catre. “Salí sin saber la diferencia entre un policía y un militar…”

Solo unas semanas después de salir a las calles y entrar a las estaciones fue testigo del primer abuso policial. En Mosquera, Cundinamarca, municipio de bautizo, un sargento mayor les partió 3 tablas de un camarote a dos detenidos que habían peleado en una celda: “Parecía una escena de Guantánamo”. Más tarde, trabajando en Chía, sería testigo de cómo un subteniente casi mata a un borracho en un calabozo a puta de puños y patadas. Acosta no quiso atestiguar a su favor en la investigación y fue castigado a una caseta polar para cuidar la casa finca de un congresista: “Un policía prestando servicio como vigilante privado”.

El patrullero también sufrió los acosos por demostrar “operatividad”, es decir por incautar drogas, armas o llevar detenidos. Una simple estadística para las celdas. Así llegó a un acuerdo para recibir informes de una jíbara jefe a cambio de dejarla trabajar mientras ella le entregaba a sus rivales de plaza. También cuadró caja con sobornos de rutina a carros y camiones y aprendió que los restaurantes de carretera son un paraíso para almorzar gratis y levantar meseras. Y sufrió la discriminación de los oficiales sobre sus subalternos, la imposibilidad de ascender, la segregación interior que es incluso peor que la que se acostumbró a sostener en las calles.

El libro tiene algo de alegato y desengaño. Ahí están las burlas de sus vecinos cuando llegó rapado, los insultos en las marchas y el desprecio de alguna novia que le dejó claro su valor: “Estoy saliendo con un ingeniero industrial… Tu tan solo eres un patrullero que apenas terminó bachillerato”. Esa placa que es un escudo y una afrenta.