miércoles, 30 de marzo de 2022

Fuegos de bautizo

 



Durante su discurso de posesión el presidente Gabriel Boric saludó a los chilenos en español, mapuche, rapanui y aymara. Se trató de un gesto simbólico de parte de un Estado al que se acusa de arrastrar un desconocimiento histórico a sus más de dos millones de habitantes indígenas. A diferencia de muchos países latinoamericanos, la constitución chilena es muda respecto la entidad especial de sus pueblos indígenas. La llegada de la democracia y la aprobación de algunas leyes que han validado costumbres y prometido derechos no lograron evitar que el conflicto en el sur del país entre el Estado y los mapuches haya crecido en los últimos treinta años.

La ministra del interior del nuevo gobierno, Izkia Siches, fue saludada con un lenguaje nada simbólico en su segundo día de funciones cuando intentaba llegar a la comunidad mapuche de Temocuicui: disparos a la comitiva y la necesidad de resguardarse en un cercano puesto de carabineros. Una pancarta dejó claros los motivos del hostigamiento: “Izkia Siches, mientras existan presos políticos mapuche no habrá diálogo (…) No aceptaremos ningún soborno de un Estado asesino. Fuera forestales latifundio. No más militarización. Resistencia Mapuche.” La ministra Siches, medica de 37 años, intentaba un acto audaz para un Estado que no logra siquiera entrar a esas comunidades. Al regresar a Santiago dijo que sabían que las soluciones no serían fáciles y que seguirán intentando con sus ideas. Sus partidarios la recibieron con aplausos en Santiago pero la realidad está seiscientos kilómetros al sur.

El gobierno de Boric levantó el 26 de marzo pasado el estado de excepción que había decretado Sebastián Piñera desde octubre pasado y que el congreso había extendido cuatro veces. La medida permitía la militarización y decretaba restricciones sobre el derecho de reunión. Reglas heredadas de la constitución pinochetista. En la Araucanía Boric perdió por 20 puntos en las presidenciales con su rival de derecha, José Antonio Kast. Y más del 70% de la población estaba de acuerdo con alargar el estado de excepción. Como argumentos se mostraban los más de mil doscientos ataques a fuerza pública, infraestructura y empresas en la zona, sumados a los ocho muertos en los primeros dos meses de 2022. Los narcos y el robo a las madereras han logrado que la resistencia indígena y la delincuencia se confundan.

El aterrizaje forzoso fue muy rápido para el joven gobierno de Boric. El voluntarismo y el discurso electoral son siempre una ilusión, un estribillo frente a los problemas con una memoria de sangre y desconfianzas. La simpatía con una causa es solo un saludo que se aprende en un idioma desconocido. Los reproches llegaron de las voces cercanas a la ministra. El padre del joven asesinado por ejército en 2018 que acompañaba a la ministra dijo que la visita fue improvisada. El subsecretario del ministerio interior no estuvo de acuerdo con que su jefa no interpusiera una denuncia penal por el ataque. Siches habló de reivindicaciones de “presos políticos” y su subalterno dijo un día después que las condenas a mapuches son por delitos tipificados en el código penal. El patinaje es un deporte inevitable para los gobiernos recién inaugurados.

El golpe de realidad cerró con la ministra con Covid al final de la primera semana de gobierno y una revuelta en la Plaza de la Dignidad, antiguo púlpito del presidente y sus seguidores, por la libertad de sesenta manifestantes presos sin cargos desde 2019. La llegada al poder impone inesperados lentes de aumento sobre problemas que durante la campaña eran vistos como provocativas oportunidades. 

 


jueves, 24 de marzo de 2022

Quebrar la calculadora

 




En las elecciones de Congreso de la semana pasada votó un porcentaje menor de colombianos que hace cuatro años. El censo electoral creció en un poco más de dos millones trescientos mil ciudadanos habilitados y, según lo que dejan ver los escrutinios, la cifra de quienes votaron no pasó de cuatrocientos. Luego del paro nacional que tuvo como consigna más y mejores marcas en los tarjetones y que alentó el voto joven como una manera efectiva del cambio, el entusiasmo no se vio en los puestos. También las diferencias con las elecciones de 2014 y 2010 son marginales. Los “grandes” partidos (Liberal y Conservador) que han mantenido su clientela en las últimas décadas sacaron sus dos millones de votos cada uno con sobresaltos en apenas algunas de sus pugnas clientelistas. Los dos recientes inventos partidistas (La U y Cambio Radical) perdieron presencia mediática, incidencia nacional y nombres reconocibles, pero igual sumaron cerca del 20% de los votos totales. Sus microempresas electorales mantienen el “empleo”. En las consultas interpartidistas la participación apenas levantó el domingo 13 de marzo al 30% de los votantes habilitados.

Pero ahora todo está en cuestión. Ganadores, perdedores, indecisos, tibios, clasificados y eliminados por votofinish descalifican los resultados. Fraude, golpe de Estado, robo histórico… Hasta el presidente Duque, en una declaración tan torpe como arriesgada, dijo el fin de semana que lo mejor era recoger y barajar de nuevo. No importa lo que digan las normas sobre el tema, como si simplemente fuera ir al VAR. Para Uribe los conteos regidos por el Registrador elegido por su gobierno son inaceptables. Uribe no logra aceptar su decadencia y decide que es mejor descalificar a su propia gente. Algo así como, si somos menos es porque somos un fraude. Y Petro quiere desconocer su triunfo. Durante toda la campaña, Roy Barreras, su jefe de debate, dijo que el Pacto Histórico lograría veinte curules para el Senado. Los escrutinios le entregan diecinueve con cerca del 99% de las mesas escrutadas. El Pacto quedó entonces muy cerca de sus cuentas más optimistas. Y vio como el escrutinio recuperó más de cuatrocientos mil votos para su partido. Jueces, notarios, delegados de la Registraduría, funcionarios de las oficinas de Instrumentos Públicos estuvieron en esa tarea. Creo que la conclusión debería ser la contraria: su partido obtuvo el mayor número de votos nuevos luego del escrutinio, mientras el partido de gobierno perdió el mayor número de votos respecto al preconteo. Pero ahora la consigna es compartida: para que nadie se robe las elecciones es necesario que todos digamos que se las están tobando.

Es imposible negar el desorden, las suspicacias, la terrible tarea de Alexander Vega, un politiquero menor que terminó a cargo del manejo electoral, la tristeza de un Consejo Electoral que representa la política más sórdida, los formularios que se imprimen sin lógica y sin revisión de las mesas técnicas, el cambio de cientos de miles de jurados. Pero ya se habló de fraude en 2014 y 2018 y ni observadores electorales ni las cifras definitivas mostraron evidencia de un torcido.

Hoy se trata de alentar a los electores por medio de la desconfianza ¿Será que descalificar la democracia lleva a aumentar la participación? No parece una estrategia muy lógica. Parece más cercana al salir a votar berracos. Los resultados del plebiscito, los más reñidos en años y bajo la mayor de las discordias en décadas, se aceptaron en tiempo récord. Hasta la Farc creyeron en la democracia. Parece que hoy todo se ve distinto y lejos del Código Electoral. Los candidatos creen más en las encuestas que en las elecciones.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Ponzoñas en la derrota

 

 


Nunca había votado en la mañana, temprano, cuando el himno nacional abre las urnas y los jurados primerizos ejercen con solemnidad. Siempre creí que era un ejercicio digno de los insomnes y los viudos de la ciclovía en el domingo de elecciones. Pero ahí estaba, en una fila a las 7:55 AM, con una ansiedad desconocida, sintiendo que ejercía algo más que un derecho, que ponía más que una ficha en esa ruleta colorida e indescifrable. Había más fichas en juego, consideraciones y respetos de otro tipo, temores impensados, más filiación que ideología. Y voté sin el desparpajo acostumbrado. Con algo de ceremonia que pudo parecer patética. Como pasa con todo el que visita el cubículo como a un centro de esperanza.

Ver la política desde cerca tiene algo de las delicias de vouyerismo. Las cábalas que se entienden como un destino, los chismes, las mentiras de primera mano, la sorpresa de la perversión. Saber que lo que vemos desde afuera como las grandes apuestas del poder también se casan en mesas sencillas, en tableros menores. Pero tiene igualmente un poco del temor a contagiarse de lo risible, a sufrir las consecuencias detestables de la ilusión o los daños colaterales de la maledicencia. Se podría decir que es ver la fealdad de la maquinaria.

Hace unos meses, luego de que mi hermano decidiera ser candidato presidencial, dije que tal vez mi mejor opción sería adoptar el desinterés frente a la campaña en ciernes. Sobra decir que me engañaba, nunca había intentado meterme una mentira de ese tamaño. Sufrí los debates como finales con estadio lleno, le hui a las entrevistas del candidato como si fueran interrogatorios sangrientos, sudé el silencio obligado frente a los insultos y las burlas que aparecían cada tanto. La banca es sin duda el peor sitio para ver los juegos cruentos de las elecciones. Vivir una campaña electoral sin jugar un papel distinto a la filiación, el cariño, la admiración por uno de los candidatos hace difícil el sarcasmo, la ironía, el justo desprecio que requiere siempre la política electoral.

De nuevo tengo libertad para comentar la política, y puedo usar la insolencia y la arbitrariedad, la pedrada en Twitter y el brindis sin agüero por las derrotas ajenas. La autonomía recobrada implica un desfogue, una tranquilidad que en todo caso no borra un poco de angustia por la derrota de una causa tan inesperada como a primera vista irrenunciable.

Pero en esto no hay tiempo para el llanto y toca soltar un poco de ponzoña y risa. Alejandro Gaviria hizo parte de una coalición donde siempre fue juzgado como un intruso. Una coalición que le tiene tanto miedo a perder como a ganar. La llegada de alguien que estaba por fuera de la condescendencia y el puritanismo del perdedor radical, hizo que la coalición Centro Esperanza terminara en un suicidio colectivo para elegir a un cadáver político. Sergio Fajardo es el ganador más triste de la historia. Seguirá sonando su casette de los veinte años de caminar bajo la enseña de sus volantes, le gustan más los volantes que los votantes, convencido de que él es tan bueno que el país no lo merece. Muchos dirán que estoy sangrando por la herida. Cosa que es absolutamente falsa, no es solo una herida son varias las que dejó la campaña. Pero también entregó algo del veneno necesario para lo que viene.

 

miércoles, 9 de marzo de 2022

El factor K

 



La bomba atómica era un rumor y una esperanza. La salvación frente a una guerra que se había alargado demasiado y la venganza frente al dolor y el orgullo de las grandes potencias. Especialmente una manera de cumplir el discurso de Franklin D. Roosevelt el 8 de diciembre de 1941, en el pleno del Congreso, un día después de ataque japonés a la base de Pearl Harbor en Hawái: “No importa cuánto tiempo nos tome superar esta invasión premeditada, el pueblo estadounidense con su honrada fuerza triunfará hasta la victoria absoluta.” Ese objetivo se lograría con el lanzamiento de la bomba atómica en la mañana del 6 de agosto de 1945 cuando el radiotelegrafista a bordo del Enola Gay dejó su mensaje luego del resplandor sobre Hiroshima: “Todo perfecto. Éxito en todos los aspectos. Efectos visibles superiores a los de Alamogordo”.

En el avión las cosas no habían sido igual para los doce tripulantes. Sus impresiones fueron grabadas para fines “científicos” cuando todavía estaban en el aire. El diario de Robert A. Lewis, el copiloto, subastado por 37.000 dólares en 1971, dejó una línea que los libros han recogido por años: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Para todos era imposible medir las consecuencias. En 1975, Robert Caron, el artillero de cola del Enola Gay, soltó una idea que da cuenta de cómo los años reconstruyeron las ciudades atacadas y algo de la memoria de la operación en la que había participado treinta años atrás: “A nadie se le ocurrió pensar entonces que no todo el mundo no consideraría héroes”.

La bomba atómica era también una certeza. Estaba claro que marcaría el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde Postdam los aliados habían enviado un ultimatum con trece condiciones al cuartel general del ejército imperial. Hablaba del “umbral de la aniquilación” y “la devastación del suelo japonés”. Japón negó esa posibilidad con un discurso del primer ministro donde sobresalió una palabra: “mokusatsu”, que se tradujo como no hacer caso, dejar pasar, despreciar con silencio. Las cosas quedaban en poder del presidente Truman, pero al parecer la decisión estaba muy clara y el respaldo del primer ministro británico Winston Churchill: “…así debe juzgarse en el futuro la decisión de usar o no la bomba atómica para obligar a Japón a rendirse. Hubo acuerdo unánime, automático e incuestionable alrededor de la mesa de negociaciones”. La bomba era “un milagro de liberación” según la conversación en esa mesa con las mismas cartas, podría terminar la guerra con “uno o dos estallidos violentos”.

En ese momento fue imposible encontrar una palabra que intermedia entre una rendición y una negociación aceptable para los japoneses. La bomba era también una incógnita, no se sabían exactamente sus proporciones. Dos aviones soltaron al mismo tiempo sus aparatos de medición como acompañantes del Factor K.

Cerca de un año antes de tomar la decisión, Truman estuvo reunido en la Alemania ocupada con Churchill y Stalin. Salió a dar una vuelta por el Berlín destruido. Después diría que era una buena “demostración de lo que puede ocurrir cuando un hombre se endiosa”.

Buena parte de la historia del desarrollo y operativo que comenzó la era atómica está contada en el libro del autor galés Gordon Thomas llamado Enola Gay. Se ve tan lejana la explosión que el libro se lee como una novela de espionaje y solo las fotos de Hiroshima y los relatos de algunos sobrevivientes traen un poco de realidad. Ahora parece que el mismo botón está a la mano. Hay menos secretos, la lista de las armas atómicas están en Wikipedia y las centrales nucleares en Ucrania parecen sirenas de advertencia. De nuevo un solo hombre.

 


viernes, 4 de marzo de 2022

Estallidos en Ucrania

 






La Unión Soviética comenzó a tambalear en el norte de Ucrania, muy cerca de la frontera con Bielorrusia. En abril de 1986, el estallido de uno de los cuatro reactores en la central nuclear de Chernóbil hizo que el mundo soviético, su heroicidad y sus valores, se contaminaran con la radiación y la incredulidad: “…en la memoria quedarán juntos, el desmoronamiento del socialismo y la catástrofe de Chernóbil. Han coincidido. Chernóbil ha acelerado la descomposición de la Unión Soviética. Ha hecho volar por los aires el imperio”. Las palabras son de Guenadi Grushevói, científico y diputado del parlamento de Bielorrusia al momento del accidente nuclear. Y la cita hace parte del libro Voces de Chernóbil, escrito por la premio nobel bielorrusa Svetlana Alexievich. Allí están los monólogos y los coros de los hombres y mujeres que vivieron esa pesadilla al despertar.

La guerra era el referente para una sociedad acostumbrada a las grandes gestas y las increíbles amenazas. Los militares fueron con sus fusiles a combatir los átomos de Uranio, las malditas fugas de Torio. “Los soldados de fuego”, los llamaban los periódicos y la radio. Muchos de ellos murieron hinchados con las medallas de honor recién puestas: “Quería hacer algo heroico, poner a prueba mi carácter. ¿Puede que fuera una reacción infantil? Pero gente como yo resultábamos ser a mayoría, y en nuestra unidad servían chicos de toda la Unión Soviética: rusos, ucranianos, kazajos, armenios… Nos sentíamos alarmados y, por alguna razón, alegres”. Había una pasión por el riesgo, un deseo de repetir las hazañas de los padres que habían estado en la guerra. Los pilotos de combate dormían en el bosque junto al reactor estallado. Y los veteranos de Afganistán añoraban otra forma de morir: “Una bala en la frente. He estado en el ‘Afgan’, allí la cosa era más fácil. Una bala y…” Habla el coro de los soldados.

Se culpaba a los enemigos: las trampas de la CIA, la maldad de occidente que había destruido la inteligencia rusa. Hasta los robots hechos para patrullar en Marte se enloquecían en los campos de radiación. Pero los uniformes habían perdido sentido y los soldados desorientados disparaban contra los animales en los pueblos desolados. Era imposible ser un héroe cuando un hijo moría contaminado por una gorra que su padre había traído de esa batalla contra lo invisible: “…esta cultura de la guerra se desmoronó literalmente ante mis ojos. Ingresamos en un mundo opaco en el que el mal no de explicación alguna, no se pone al descubierto e ignora la ley”. Ahora habla de propia Svetlana Alexievich.

Entonces era imposible creer en el carnet del partido, en las consignas, en las palabras de los grandes líderes. Antes, no solo los soldados creían. La ciencia también estaba por debajo de las grandes palabras. Gorbachov salía en la televisión y decía que se habían tomado medidas urgentes y la situación se estaba normalizando: “Yo le creía. Yo, un ingeniero con veinte años de experiencia, buen conocedor de las leyes de la física… Nos hemos acostumbrado a creer. Yo soy de la generación de las posguerra y estoy educado en esta creencia”. Habla Marat Filípovich, exingeniero jefe del instituto de energía nuclear en Bielorrusia.

Putin le habla hoy a una generación muy distinta. A los hijos de la desconfianza frente a los sueños militares, a millones de renegados ante la gloria de los tanques de combate: “Ahora también a mí me parece que son otros quienes gobiernan el mundo, que nosotros, con todas nuestras armas, y con nuestras naves cósmicas, somos como niños.”. La sentencia es de Valentín Alexéyevich, otro científico nuclear. Y tal vez sea una frase dirigida a un exoficial de la KGB.