martes, 24 de septiembre de 2019

Justicia muy ordinaria






“Ese man es muy parao”, me dijo hace unos meses un pillo en retiro cuando vio por televisión al alcalde Federico Gutiérrez dando declaraciones por unas recientes capturas. El hombre veía al alcalde como el más claro representante de su contraparte y entendía su mensaje muy claramente, sus palabras corrientes, sus dichos sabidos: “Con nosotros sí se jodieron”, ha sido una de las frases de combate de Gutiérrez. Al alcalde le gusta lucir su placa de sheriff. Con operativos y declaraciones se ha ganado “el respeto” de muchos bandidos: “Ese pirobo se nos metió hasta por allá arriba”, me dijo otro maloso cuando le pregunté por las calenturas de su barrio. El riesgo de ese despliegue de valor, gestos y palabras es que el Estado termine convertido en un combo más, en otro bando a los ojos de los calientes y de los ciudadanos ajenos a la criminalidad. Las formas son una obligación del Estado para que las actuaciones sean efectivas, para que los derechos sean respetados, para que no se impongan los aspavientos personales sobre las obligaciones institucionales.
El alcalde de Medellín no solo se encarga de liderar algunos operativos, también hace las acusaciones vía Twitter o ruedas de prensa y termina frustrado y desencajado cuando los jueces no toman las determinaciones según su rasero de justicia. Un alcalde no puede ser policía, fiscal y magistrado, por muy parao que sea. Han sido múltiples sus llamados de atención a los jueces por no seguir sus enérgicas condenas. Hace unos meses les dijo con el tono del superior que guía a su equipo: “O remamos todos para el mismo lado o nos jodemos”. Un juez acababa de dejar en libertad a un joven acusado de un triple homicidio y capturado con gran despliegue. Muy pronto las cosas quedaron claras en los expedientes. El capturado en principio era inocente, había sido confundido y el señalamiento le costó su empleo y lo obligó a salir de la ciudad. Razón tenía el presidente de la sala penal del Tribunal Superior de Medellín cuando le respondió: “los jueces no pueden remar para el mismo lado del gobierno, salvo que las pruebas así lo indiquen”. Las palabras del alcalde pueden alentar los abusos policiales y los linchamientos en las calles. Esas son consecuencias naturales del goteo de declaraciones contra la justicia y sus formas.
Otro de los riesgos de la política que cuelga un cartel de los más buscados y celebra las filas de detenidos, es convertir las capturas en el fin último y los operativos en espectáculos. El alcalde lideró hace unos meses un operativo contra plazas en el Barrio Antioquia. Fue tal el éxito publicitario que unas semanas después invitó al presidente Duque para que repitieran la pantomima. A finales del año pasado la administración dijo haber capturado a 117 “cabecillas” y más de 2600 integrantes de las 98 “estructuras criminales” que operan en la ciudad. Es muy seguro que ni el 20% de esas capturas han terminado en condenas. La semana pasada Gutiérrez mostró con orgullo las 322 capturas en Medellín. Las 21 estaciones de policía de la ciudad tienen a más de 1700 detenidos en calabozos que recuerdan el transporte de esclavos. En un mes se presentaron dos homicidios en la principal estación de policía de la ciudad. Muchas capturas y mucho escarnio no son sinónimo de justicia. Cerca del 80% de los homicidios en la ciudad quedan impunes. El asunto es más complejo que condenar capturados en la fila de reconocimiento y señalar a los jueces.



martes, 17 de septiembre de 2019

Empeñar la palabra




Nada más difícil que mover a alguien de sus certezas históricas, de las verdades personales que le aseguran su dignidad y que han impulsado la mayoría de sus acciones, tanto las que le producen orgullo como las que le causan vergüenza. Ahora, si ese alguien es una persona que lleva décadas en compañía de un grupo que piensa igual, encerrado en medio de una eterna cátedra, acompañado de una especie de mitología común y, además, convencido de las bondades generales y humanitarias de sus teorías y sus prácticas, pues tendremos una tarea cercana a lo imposible.
Pero otras características pueden hacer aún más difícil la tarea. Ese alguien es también un hombre poderoso, un hombre acostumbrado a imponer su visión por medio del miedo, seguro de la fuerza y la superioridad que entregan las armas. Desdeñoso, desconfiado, hosco. Moverlo implica un delicado ejercicio en el que amenazas y descalificaciones solo harán su quietud más facciosa y radical. La imagen de ese alguien es la que me queda de las FARC luego de leer Revelaciones al final de la guerra, el libro de Humberto de la Calle sobre los casi cinco años de negociación en La Habana.
Pero también hay una idea del alguien encargado de sentarse día a día con las FARC. No un profesor sabio y condescendiente que intenta hacer que su contraparte entre en razón. Sino alguien con prejuicios y certezas, verdades personales y obligaciones institucionales. Y prevenciones luego de años de violencia, y un dejo de superioridad luego de años de honores oficiales. Ese alguien, ese gobierno que negocia por cuarta o quinta vez en las últimas tres décadas, es un personaje algo dudoso, temeroso frente a la mirada de la opinión pública, muchas veces confuso por el pulso de los egos de sus principales representantes. Consciente de que los tiempos corren en su contra, siempre cercado por el calendario y por los medios de comunicación que lo vigilan, los interpretan, lo anticipan, lo describen desde la distancia.  Eso lo hace sufrir de un síndrome de silencio que lo obliga a fruncir el ceño permanentemente. Tiene también una debilidad frente a sus rivales políticos en Colombia, las críticas, las mentiras y las descalificaciones logran que la maldad de las FARC se transfiera poco a poco a su lado en la mesa.
El libro deja claro eso que ya olvidamos luego de casi de tres años de firmado el acuerdo. La lejanía en la que comenzaron las partes después de un conflicto de cincuenta años, sus grandes diferencias sobre los temas más insignificantes. Antes que nada fue necesario casi redefinir las palabras, redactar una suerte de diccionario común que hiciera posible la conversación. La delegación del gobierno se dolía todas las mañanas de recibir el “aluvión retórico” de la guerrilla, las cien propuestas mínimas para el más sencillo de los temas. Y las FARC se dolían, seguramente, de las barreras legales exhibidas a cada paso, de los imposibles políticos, de las amenazas de la justicia internacional, del espíritu de precisión legalista de quienes parecían redactar un código lejano a sus utopías.
Un increíble ejercicio de reducción, de ir convirtiendo la infinita oratoria en algo concreto, de encontrar puntos mínimos entre las pretensiones siempre máximas, de hacer presión durante cinco años para que el fárrago que implica cualquier acuerdo entre partes tan distantes fuera un documento posible. Esa reducción hizo que cada palabra adquiriera para las partes un valor supremo. Esa palabra, esas palabras, son las que pretende desconocer un gobierno que menosprecia la posibilidad de acercar a los enemigos más lejanos.

martes, 10 de septiembre de 2019

Rearmar el cuento





En febrero de este año un grupo llamado Colectivos de Seguridad Fronteriza cumplió un papel clave para impedir la entrada de ayuda humanitaria a Venezuela. Armados de fusiles, cubiertos con pasamontañas y patrullando en motos se han convertido en un poder que ejerce y regula la criminalidad en la frontera. Actúa también como grupo de choque frente a manifestaciones contra el gobierno de Maduro y como megáfono de intimidación política. Según analistas de seguridad en la frontera, como InSight Crime, las disidencias de las Farc se han encargado de entrenar esos colectivos de composición binacional con presencia en tres estados venezolanos. El gobierno no ha hecho más que dejarlos ser. Son trabajadores por cuenta propia que prestan algunos servicios a cambio de espacio y tranquilidad. En enero de este año patrullaron en San Antonio y Ureña a la vista de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.
En esa relación de intereses mutuos, de contraprestaciones calculadas entre disidencias y gobierno Maduro, al parecer las primeras tienen algo más para ofrecer que el segundo. Las Farc fueron en el momento de mayor compenetración con el gobierno Chávez, entre 2002 y 2007, una guerrilla que compartía el objetivo de consolidar un proyecto ideológico en América Latina, servía como ficha frente a tensiones con Colombia, mostraba los caminos del enriquecimiento a generales venezolanos y tenía comunicación directa con el presidente Chávez. A pesar de todo eso promesas de misiles tierra-aire nunca se cumplieron y de los 300 millones de dólares prometidos, según correos interceptados, al parecer solo se entregaron 50. Y cuando fue necesario, Chávez traicionó la confianza con capturas, bajas y extradiciones para arreglar desajustes internacionales.
Ahora, la guerrilla teatral de Márquez, Santrich y compañía no tienen mucho que ofrecer al gobierno cercado y famélico de Maduro. Comparten la grandilocuencia en el discurso y el Bolívar de cartón en la escenografía. El gobierno de Venezuela es una camarilla de militares y civiles recelosos, tentados a la traición y temblorosos ante los designios de Rusia y China. La verdad no puede ofrecer algo más que indiferencia en el caos criminal de la frontera al que ahora Márquez y Cia llegan como segundones. Las bandas criminales con algún brochazo político no están dispuestas a acoger a guerrilleros con ínfulas de comandantes. Los militares venezolanos aprendieron hace tiempo a manejar solos sus vueltas rumbo a México. Las relaciones de Gentil Duarte y Jhon 40 en Venezuela tienen cierta estabilidad, se habla de 300 hombres, y no será posible que el “estado menor” de Márquez llegue a pedir mando y plata. Ese emprendedor no les abrirá la puerta tan fácil a socios sin mucho valor agregado. La competencia está tan dura que los principales guiños de la “alocución” de 32 minutos los dirigieron al ELN. La “marqueztalia” está en un punto ciego.
La paradoja es que todos los protagonistas, gobiernos, disidencias y medios, parecen felices magnificando la amenaza, armando una nueva guerrilla y rearmando un cuento alrededor de una sólida y provechosa unión entre un gobierno ocupado en sostenerse y una disidencia encartada en existir. La estrategia es crecer al enemigo armado para ganarle al rival político. Mientras tanto Márquez debe guardar la portada de Semana como su último gran logro, y Santrich tortura a sus hombres con el discurso que ensordece al Paisa y enloquece a Romaña.



martes, 3 de septiembre de 2019

Habla memoria





De repente todo ha ganado unos cuantos años. La realidad está un escalón más abajo en el tiempo, luce más curtida, más cerca del olvido y la nostalgia. La muerte tiene secretos inesperados. La ausencia del padre ha logrado envejecer el mundo. Los espacios en los que vivió hacen ahora parte de una mitología familiar, sus libros son cofres para encontrar un papel perdido, un mínimo subrayado; para un sobrino, su firma, algo deleznable y rutinario, es ahora una huella. Y la risa fácil es un milagro que suplicamos a la memoria.
En la clínica fue capaz de exhibir su humor negro, su capacidad de señalar riesgos propios y tomarse con algo de sorna los asuntos más definitivos. Toda la vida le huyó a la solemnidad. En la habitación, como un comentario suelto, mencionó un letrero macabro visto en un ascensor de servicio. “Solo cadáveres y material quirúrgico”. Un ascensor que solo apuntaba hacia abajo. Lo dijo con una sonrisa temerosa, no como un anuncio, no como una premonición, solo como una posibilidad. No era bueno para mencionar la muerte ni para ubicarse en el bando de los hipocondríacos.
No fue nunca un guía incisivo, obstinado, prolífico en consejos o reconvenciones. Tenía eso sí últimas palabras, órdenes que no admitían muchas discusiones. Era la última instancia. Recuerdo su actitud cuando en la infancia me negaba a bajarme del carro para ir al colegio. Mi mamá me llevaba hasta su trabajo y sin decir una palabra quedaban claras mis obligaciones y mis pasos hasta el salón. Pero en la tarde ya era de nuevo el compinche, el que podía azuzar ciertos desafíos adolescentes. Un amigo me dijo, unos días después de su muerte, que siempre lo había visto como un hermano más de sus hijos. No le faltó razón.
Eran pocas la distancias que marcaba con quienes conocía. No se subía a un peldaño para hablar con nadie, no ponía su mano para guardar un margen con quien hablaba por primera vez. Siempre jugaba de tú a tú. Recuerdo que en una finca de clima frío, que bautizó La montaña mágica con algo de pretensión, hizo varias veces de agricultor en un acuerdo con el mayordomo. Iban 50-50 en un cultivo de papa que casi siempre terminó comido por el mojojoy o vendido al peor precio del año. Nunca regateó nada, ni charlas ni conversaciones.
Sus manos demostraron siempre pocas destrezas motrices, servían para abanicar sus argumentos, para contemplar con un golpe suave sobre la espalda o la cabeza, para sostener el cigarrillo que lo acompañó casi cincuenta años. Pero no creo que haya sido capaz de enhebrar una aguja ni lograr una mínima hazaña con un destornillador. Como excepción a esa ineptitud, recuerdo que hacía unos sutiles aviones de papel y ejercía una mecanografía rápida y enérgica en exceso. Así mismo hablaba, sin delicadezas ni rodeos. Nunca conoció la prudencia, era igual de crudo para el elogio y para la burla.
Siempre apreció el valor de lo inútil. Eso lo hizo una rara avis entre ingenieros o economistas. Recuerdo su alegría cuando podía estar entre artistas. Intentaba comprenderlos desde una tranquila admiración. Siendo alcalde de Medellín se empeñó en un parque de esculturas en el Cerro Nutibara, el antónimo de un pueblito paisa.
Solo tuvo obediencias para su compañera de más de sesenta años. Era el momento de sus docilidades, de su aptitud para aceptar caprichos, del asentimiento como una de las formas del amor. Por algo gozaba refiriéndose a mi mamá como ‘La Patrona’.
Nada nos salva de la tristeza. No hay paliativos en el tiempo o la falla de la memoria. La falta del dolor es solo la aceptación de la distancia. Lo leí de Savater citando a Cesare Pavese, “no hay dolor más atroz que saber que el dolor pasará”.