

Desde las hazañas de su temprana independencia Haití ha sido un extraño esperpento, un jeroglífico que comenzó a construirse de la mano de un esclavo con ínfulas de emperador: las ruinas de sus seis castillos, sus ocho palacios y su fortaleza adornaban las postales para los turistas en la primera mitad del siglo XX. Y la nobleza haitiana, que era una especie de comedia para la Europa del siglo XIX, terminó con una tragedia de suicidios y linchamientos en la isla.
Las fiebres del tifus y el paludismo traerían la figura de un nuevo monarca. François Duvalier consolaba los enfermos, cuidaba sus miserias con el hábito de San Lázaro y clamaba contra los mestizos. Una vez en el poder cambió su traje de médico santo por la levita y el sombrero del Barón Samedi, dios de la muerte en el santoral Vudú. Las gafas oscuras que tapaban los ojos de su milicia personal parecían cubrir un poder sobrehumano.
Los Comediantes, una novela de Graham Greene ambientada en la Haití de los años sesenta, cuando Duvalier ya había sido excomulgado y de la ayuda gringa solo quedaban los letreros de Coca-Cola, dos cádillacs destartalados y algunas Seven Up en los burdeles, puede servir para desmentir a los moralistas que intentan culpar a un mundo malo que ha pervertido a un enclave heroico. Y no estaría mal como cartilla burlona para los arrebatos de buena voluntad basados en una mirada compasiva e idílica sobre la historia de Haití.
El libro comienza en la cubierta de un barco que navega rumbo a la “República de pesadilla”. Todos sus pasajeros excepto una pareja de ancianos estadounidenses conocen la isla y saben qué los espera a la llegada. Antes de tocar el puerto uno de los tripulantes tiene un terrible acceso de llanto. El matrimonio Smith mira con sorpresa a sus compañeros de viaje y busca una respuesta. Los pensamientos de Mr. Brown, hotelero por accidente en Haití que hace las veces de narrador, sirven como respuesta: “El lugar a donde nos dirigíamos era para todos nosotros un buen motivo de llanto”.
Las visiones sobre Haití del Señor Smith, ex candidato a la presidencia de EE.UU por un movimiento amigo del vegetarianismo, y de su esposa, una férrea defensora de los derechos de los negros en su país, son de un paternalismo que resiste todas las rudezas de la realidad: “Llegamos a una República negra con una historia, con un arte, con una literatura. Era como si enfrentáramos el futuro de todas las nuevas repúblicas africanas, con sus problemas de crecimiento resueltos. Desde luego, queda mucho por hacer todavía en este lugar”.


Pero el Señor Smith debe ir enfrentando los días. Un compañero de excursión golpeado por la policía, el cadáver del ministro al que le iba entregar una carta de recomendación robado por la guardia del Presidente, el robo de sus cordones luego de una salida a la oficina de correos, la mano de un policía de gafas oscuras en la cara de su esposa, los ofrecimientos torcidos de un ministro para levantar su centro de vegetarianismo, el polvo y la desolación en Duvallierville, la respuesta haitiana a la grandeza de Brasilia.
Mr. Brown, su anfitrión en el Trianon (una referencia al famoso Hotel Oloffson en Puerto Príncipe), intenta explicárselo: “Haití es un país muy bueno para los proyectos”. Hay muñones de obras empezadas por todas partes. Pero el Señor Smith es comprensivo y tenaz: “En Haití la historia tiene pocos siglos, y si hemos cometido errores, después de dos mil años, ¿cuánto más derecho tendrán estos pueblos para cometer errores similares y aprovechar la lección acaso mejor que nosotros?”.
Luego de ser recibido con solicitud y amabilidad en todas las oficinas públicas el señor Smith termina descorazonado. Mr. Brown lo remata con algo de sorna en un país donde el 99% de los habitantes no tienen cómo comprar carne: “Quizá es necesario que los haitianos primero sean carnívoros para luego ser vegetarianos”. La disolución definitiva viene luego de ver a los niños de las escuelas caminando para asistir a la ejecución de dos traidores en el cementerio. Su hospedero lo trata con delicada firmeza:
“- Siento que lo del proyecto no haya resultado. Pero era una idea imposible, Señor Smith.
-Ahora comprendo. Debemos parecerle unos personajes muy cómicos, Señor Brown.”
Al final, rumbo al aeropuerto, el buen candidato gasta la última de sus opciones. Se baja del carro en el centro de la ciudad y comienza a tirar sus dólares y sus gourds en una escena desesperada. Los mendigos se retuercen y se golpean, la policía entra a bastonazos, los tenderos miran aterrados. El hombre se sube al carro y concluye: “Bueno querida, supongo que ese dinero está mejor empleado que en el proyecto del centro…”

