

La esporádica repugnancia por las miserias de nuestros días, el asco de las rutinas conocidas, nos lleva cada tanto a exagerar los desastres actuales y minimizar las herencias de todo tiempo pasado. Y a ignorar lo inevitable de las manías humanas de siempre. Nuestros caprichos y desatinos obligatorios.
Ahora que se acaban de cumplir diez años de la muerte de Diana, la princesa amarilla, se ha vuelto a hablar de la estulticia de las rotativas actuales, del apetito tosco de los lectores y la creciente hipnosis frente al péndulo de las trivialidades de los famosos. No hace mucho Vargas Llosa ganó un premio de periodismo por una columna sobre esta supuesta tara de nuestros días: “No se trata de un problema, porque los problemas tienen solución, y esto no lo tiene. Es una realidad de nuestro tiempo ante la cual no hay escapatoria…La raíz del fenómeno está en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse, entretenerse, por encima de toda otra forma de conocimiento o quehacer.” Termina su reflexión con una diatriba contra lo que él llama la civilización posmoderna.
Su artículo se centra en el caso de Ron Davies, un ministro encargado de los asuntos de Gales durante el comienzo del gobierno de Tony Blair, quien resultó cliente asiduo de los bares homosexuales de Brixton y Bath. El ministro fue víctima de un atraco durante una de sus excursiones y su historia, y su cabeza, quedaron servidas. Un periódico con tiraje de cuatro millones de ejemplares se encargó de detallar las giras no oficiales del ministro. Pero resulta que el asunto no tiene nada de posmoderno. Es tan antiguo como el gesto de correr las cortinas con suavidad, para buscar una rendija reveladora. De hecho en el juicio de 1895 contra Oscar Wilde, donde se discutían asuntos muy parecidos al escándalo de Davies, se debatió largamente sobre el estado de las cortinas en una de las casas refinadas y alegres que Wilde visitaba con frecuencia: “¿Está dispuesto a declarar que ha visto las cortinas de alguna otra forma que corridas?”, pregunta el acucioso interrogador a Wilde. Más tarde el juicio se ocupa con largueza sobre el caso Cleveland, que se hizo famoso luego de que un periódico londinense señalara una casa de Totthenham Court frecuentada por aristócratas con finos propósitos homosexuales.
Antes de ser sometido a juicio por el padre de uno de sus jóvenes amigos, Oscar Wide había advertido los peligros de las inclinaciones mentecatas del gran público lector de prensa y del carácter de tiranía que buscaban imponer los papeles de todos los días: “En Inglaterra el periodismo es aún un gran factor, una potencia considerabilísima. La tiranía que trata de ejercer sobre la vida privada de la colectividad se me antoja, realmente, algo extraordinario. El hecho es que el público siente un afán insaciable de saberlo todo, menos aquello que vale la pena saberse. El periodismo, consciente de ello, y con sus costumbres comerciales, atiende y provee a la demanda.” El debate que planteaba Wilde hace más de 100 años es exactamente igual al que plantea Vargas Llosa como posmoderno. Sus palabras habrían servido de sobra para defender al ministro Davies: “Como ocurre ahora mismo, ponen ante los ojos del público un incidente cualquiera de la vida privada de un gran estadista, de un hombre que es, a la par que un jefe del pensamiento político, un creador de fuerzas políticas; invitando al público a que discuta por cuenta propia el incidente y ejerza su autoridad sobre el particular; a que dé su opinión y hasta a que la ponga en acción, imponiendo su voluntad al hombre en cuestión, a su partido y a su país…”
Los avisos publicitarios bien pagos y la excitación del público por las novedades de los grandes inventos y las hazañas que prometía el hombre del siglo XX, impusieron sobre los diarios una competencia inesperada. Según el historiador Jacquez Barzun la pelea se convirtió en riña y los diarios comenzaron mezclar los asuntos importantes con golosinas pueriles y peleas de vecinas. Los derechos de reproducción de una viñeta llamada The Yellow Kid impondrían el calificativo definitivo de prensa amarilla. Así que poco ha cambiado entre los diarios que repudiaba Oscar Wilde y los tabloides que repugnan a Vargas Llosa. Tal vez sólo los puntos de la impresión digital.