

El triunfo de Argentina contra México ha creado un extraño precedente para la justicia que imparten los árbitros, condenados al premio de la invisibilidad cuando aciertan y al castigo del desprecio cuando son figuras. Los árbitros de fútbol llevarán siempre una carga de patetismo. No podría ser distinto cuando se le exige a un juez que imparta justicia mientras corre.
Algunos árbitros son histriónicos como personajes de zarzuela, un poco sobreactuados y cómicos a pesar del drama que ejecutan. Otros tienen la altanería de los toreros y su valor que se combina con un aire afeminado. Algunos, sin autoridad ni sentido de justicia, no tienen más que jugar al policía menor y enrostrar sus tarjetas como chantaje, a la manera de la libreta de infracciones. También hay referees que gozan con la arbitrariedad, hubieran querido dirigir asuntos humanos más decisivos o partidos más importantes, y utilizan el silbato como un instrumento para el atropello y el desquite. Son el típico burócrata resentido detrás de la ventanilla. Y hay unos pocos árbitros que merecen el nombre de jueces. Saben que dirigen un juego y no afirman su autoridad en alardes rigurosos. No señalan el punto penal como si estuvieran dictando una sentencia, no agitan la roja como si gritaran un insulto. Son imperturbables como un juez de silla en Wimbledon. Han aprendido a interpretar las caídas de los jugadores como si fueran jueces de gimnasia y a marcar los golpes como un árbitro de judo.
Pero todos esos silbatos y sus respectivos banderilleros en las líneas deben pasar por el momento apabullante del corrillo, la pequeña asonada que los rodea con gritos y reclamos. El árbitro y sus líneas son ahora una terna lista para la crucifixión. Pálidos, desconcertados, extrañando el escudo antimotín, intentan recordar la jugada mientras se defienden y siguen juzgando, son presas de un linchamiento y deben continuar con su labor: atentos a los escupitajos, al insulto, al comportamiento de los 22 hombres que están de acuerdo para reducirlos y al mismo tiempo intentan entre ellos un disimulado arte marcial.
El juez de línea del partido entre Argentina y México fue el más triste representante de ese espectáculo. Tenía a los dos equipos y a su jefe inmediato encima, las vuvuzelas de fondo animaban el infierno, y el hombrecito hablaba por su micrófono no se sabe con quién. Unos segundos antes el mexicano Andrés Guardado le pidió entre gritos que mirara la pantalla que repetía el fuera de lugar de Tévez. El pobre Stefano Ayroldi miró hacia arriba y vio su error como un espectador más. Es seguro que maldijo su suerte, su ojo, su bendita bandera de cuadros. Ahora sabía de su error pero no podía remediarlo. La verdad en diferido lo obligaba a persistir en la equivocación.
La FIFA no permite rectificar siguiendo la tiranía de las pantallas así que era mejor seguir las reglas que impartir justicia: los procedimientos estaban por encima de la balanza que imponía el cero a cero. Ese anónimo línea de Bari estuvo cerca de cambiar las reglas de El Vaticano futbolístico e imponer las ayudas de video a cambio de salvarse de la vergüenza. Pero no. Prefirió ser fiel al anillo de Blatter y expiar sus culpas con un tequila en la triste noche de hotel. Ojala se hubiera atrevido para no tener que repetir la piadosa expresión del uruguayo Larrionda luego de ver frente al televisor, horas después del desastre, el gol que le negó a Inglaterra: “Ay, Dios”.