

Los diarios de dos mujeres jóvenes, acostumbradas a repetir todas las mañanas el santo y seña de una obligación contraída desde antes de nacer, se han convertido en el testimonio más creíble y más atrevido acerca de la señorona decadente y porfiada que encarna la revolución cubana. Una especie de madrastra omnipresente y feroz. Wendy Guerra y Yoani Sánchez no olvidan el coro de una infancia enfundada en el uniforme rojo y blanco de los escolares cubanos: “Pioneros por el comunismo: seremos como El Che”. Ambas fueron educadas como “pequeñas máquinas de consignas” cuando la revolución había convertido el heroísmo en catecismo. Treinta años largos de rezar a los santos barbones, de oír las respuestas cautelosas de sus padres a las preguntas imposibles, de sentirse traidoras frente al monólogo de sus amarguras han convertido sus cavilaciones en una impugnación colectiva, un llamado a la rendición de cuentas.
Los diarios femeninos, acostumbrados a ser fetiches eróticos, juegos ingenuos de fantasía o desahogo contra la asfixia de la vida doméstica, son en la Cuba de hoy el más poderoso de los instrumentos políticos. El blog de Yoani Sánchez convierte la anécdota trivial, la más frívola de las carencias en una reflexión sutil lejana a la rabia y vecina de la risa. El cierre de trece fábricas clandestinas dedicadas a la producción de hebillas -pellizcos en el lenguaje habanero- merece la exhibición de los nudos propios de su melena y de un Estado maniático: “Parece que perseguir más intensamente a los fabricantes privados forma parte de los nuevos cambios que tanto se exhiben hacia el extranjero. Por sí o por no, y como protesta ante esta razia, llevaré el pelo suelto por estos días. Es la forma que tengo de decirme Yoani, acostúmbrate a la desaparición que los accesorios que permitían domar tu melena”.
La nueva novela de Wendy Guerra, Nunca fui primera dama, está llena de dramas mayores que los sencillos atascos del cepillo. Una locutora radial con su misma edad, su mismo apellido y una voz “neurovaginal”, sufre un arrebato durante su programa diario. Se atreve a “expresarse” en vez de simplemente “transmitir” y la voz del Estado sale en su ayuda. Le recomienda un tratamiento psiquiátrico en la clínica militar: “porque los jóvenes se forman, no se abandonan. No se trata de paternalismo, pero a los jóvenes hay que ayudarlos, no nacen sabiendo. No creo que la genética sea irreversible, puede educarse.” Guerra decide entonces hacer el programa desde su casa, recluirse y renunciar a la cabina del régimen, hablarle a su grabadora, hacer programas adornados con canciones para sus amigos. Se da cuenta, como la mayoría de jóvenes de su generación, los nietos del 1 de enero del 59, de una larga tragedia: “No ser nada para lo que fui diseñada (o mejor), ensamblada”.
Esos programas privados que circulan entre amigos y cuentan anécdotas personales, esas confesiones clandestinas de que está hecha la novela circulan de forma muy parecida a las palabras de Yoani y Wendy en La Habana real. Capítulos fotocopiados que reclaman la firma de la autora, entradas del blog impresas y guardadas entre los libros que exaltan la revolución. Mientras muchos jóvenes y no tan jóvenes de Latinoamérica siguen soñando con las apoteosis de la Sierra Maestra, dos escritoras que fueron “ideadas y estructuradas” por la revolución vaticinan en un nuevo coro la celebración del eterno medio siglo: “Los días primero de enero aquí se conmemora todo y no se festeja nada. Primero de enero a esta misma hora: triunfo de la revolución efemérides y banderas colgando de los balcones junto a la ropa interior. Todo duerme”. “Las revoluciones no duran medio siglo, les advierto a los que me preguntan. Terminan por devorarse a sí mismas y excretarse en autoritarismo, control e inmovilidad. Expiran siempre que intentan hacerse eternas. Fallecen por querer mantenerse sin cambiar.
Yo la conocí cadáver, se los digo. Aquel año 1975 en el que nací, la sovietización había borrado toda la espontaneidad y nada quedaba de la rebeldía que evocaban los mayores. Los escapularios con los que habían bajado de la montaña estaban ya proscritos y aquellos soldados de la Sierra Maestra, se habían vuelto adictos al poder.
El resto ha sido el prolongado velatorio de lo que pudo ser, los cirios encendidos de una ilusión que arrastró a tantos. Este enero la difunta cumple un nuevo aniversario, habrá flores, vivas y canciones, pero nada logrará sacarla del panteón, hacerla volver a la vida. Déjenla descansar en paz y comencemos pronto un nuevo ciclo: más breve, menos altisonante, más libre.”