miércoles, 26 de enero de 2022

Un hombre estorbo

 

Hace un poco más de cien años Medellín era apenas un lote bien ubicado con pretensiones de futuro y algo más de cincuenta mil habitantes. Lo que llamaban ciudad intentaba organizarse siguiendo los trazos de un plano dictado por la “nueva ciencia” del urbanismo. Los estudiantes de la Escuela de Minas fueron los primeros encargados de rayar ese pueblo presumido de finales del siglo XIX. En la segunda década del siglo XX se aprobó por el Concejo de la ciudad el Plano del Medellín Futuro. Los privados reunidos en la Sociedad de Mejoras Públicas tenían el lápiz y la regla para ordenar la ciudad. Un concurso, con premio de 250 pesos pagados por Ricardo Olano, uno de los hombres más ricos e influyentes de la villa, dejó en manos del Concejo la idea que entregó el concurso. Las críticas a ese modelo de alianza entre lo público y lo privado aparecían en la prensa y los comentarios de salón: “Urbanismo es una calle que va a propiedades de D. Ricardo Olano”. 


Medellín se levantaba con el impulso nunca “desinteresado” de unos hombres que pensaban en las mejoras públicas y en las privadas. El municipio era apenas un alumno, un socio menor, un ahijado con decretos en el bolsillo, frente a las ideas, la plata y los intereses de los ilustres de la villa. La plaza de mercado de Guayaquil, el matadero municipal, la primera planta hidroeléctrica, la compañía de teléfonos… Casi todo de lo que chispeaba para intentar el nombre de ciudad tuvo un inicio de capital y conocimiento privados. Los ricos ponían una plata para los faroles, compraban árboles para el Bosque de la Independencia, entregaban algo para la cuelga del río y para la Avenida lo que hoy llamamos autopista. No era un asunto de beneficencia sino de beneficios comunes, no era cosa de altruismo sino de inversión para sus negocios de finca raíz y la industrialización en camino. 

Esos planos de futuro se toparon en el terreno con haciendas y capitales de muchas de las familias de los mandamases. La ciudad acuñó entonces un calificativo para quienes ni hacían ni dejaban hacer: “hombres-estorbo”. El mismo Olano los describía: “Hombre-estorbo es el que se opone a toda mejora de la ciudad; el que cobra por una faja para una carretera más de lo que vale la propiedad que atraviesa; el que es enemigo personal de la ciudad porque está regida por autoridades que no son de su propio partido político…” 

Así se armó la ciudad, con choques y alianzas, con fracasos y aciertos comunes entre intereses públicos y privados. La Medellín que vemos hoy, las principales, vías, parques, barrios fue pensada y ejecutada por el Concejo de la Ciudad, la Sociedad de Mejoras Públicas y la Escuela de Minas. Instituciones públicas y privadas marcaron el destino común que hoy habitamos.

Y no todo puede ser tan equivocado si desde 1963 se ha dicho, por parte de organismos internacionales, que las Empresas Públicas de Medellín son un proyecto piloto para replicar en América Latina. Esos intereses en servicios a la ciudadanía compartidos en un comienzo con capitales privados se fueron consolidando como un bien público que desde hace al menos una década le entrega cerca de un billón de pesos al municipio. La ciudad ha crecido al amparo de algunos de esos éxitos compartidos. En los últimos cincuenta años EPM se convirtió en la segunda empresa pública del país. Los mismos cincuenta años que según el alcalde Quintero solo han sido robo. 

Ha aparecido un nuevo hombre estorbo, una ficha política que solo busca el escarnio y la mentira para todo lo que se hizo antes de su llegada a un puesto prestado. Y que cobra más de la cuenta por las “fajas” que reparte, ahora no en tierra sino burocracia y contratos.


miércoles, 19 de enero de 2022

Tierra de mantas

 



El hombre parecía alimentado por los troncos que echaba uno a uno en la fogata. Más fuego y más historias, ese calor le daba impulso para seguir contando su vida y obra. Estábamos en Paipa y la ruana, la oscuridad y el tapabocas solo dejaban ver una sombra embozada. Por los mugidos lejanos llegamos al tema de las vacas. Veinte años dedicado al ordeño y un reciente divorcio con su último hato. “Durante muchos días pasé más tiempo con las vacas que con cualquier persona”. Hablaba de ellas con algo de fastidio, en últimas lo habían llevado al banquillo durante buena parte de su vida. Dos turnos diarios en los que podía atender hasta cincuenta vacas: “Uno termina conociéndolas a todas, yo les ponía nombres por letras: Margarita, Margot, Marta, Marina… Agrupar nombres y mañas porque hay vacas de vacas”. Su relación terminó con una patada que le colocó una arisca en el pecho, con saldo de dos costillas quebradas y un pisotón mayor. Quedó K.O. durante unos minutos mientras su esposa juraba que el golpe había sido fulminante.

Pero las vacas fueron una hazaña menor. Antes estuvo el ciclismo, sus historias de juventud en el podio de algunas clásicas y su retiro de las rutas por la necesidad de “coger oficio”. Ordeño y pedaleo contado por un hombre de ruana con el Pantano de Vargas a la espalda. Por momentos sentía que me estaba construyendo una historia de folleto. Hacía poco menos de un año el turismo había cambiado sus trasnochos. Terminó en la construcción, ayudando a levantar cabañas en un hostal y ahora estaba de celador, cogiendo noche y frío. Una hora de candela para resumir una vida de cuarenta y nueve años.

Eran tres jinetes venidos de otra orilla. Unos niños de 11 o 12 años con las mañas y la pose de los negociadores curtidos. Dos de ellos exhibían una pequeña candonga en la oreja, se notaba que era un orgullo reciente, una condecoración que seguro había costado pataletas paternas. John Jairo, Maicol y Mauricio: Nombres con los que desde que nacen parece que trabajaran. Ofrecían sus caballos para bajar a Playa Blanca en la laguna de Tota. Nos propusieron una cabalgata más larga hasta unas cuevas cercanas. Era como estar viendo a Tom Sawyer por triplicado. Los caballos para sus clientes y ellos iban y venían detrás, siguiendo la lógica del perro que los acompañaba. Unas veces corrían adelante, otras se retrasaban comprando una gaseosa, el perro le ladraba a sus oponentes y ellos lo respaldaban tirándole piedras. Luego nos dieron cátedra sobre los cuatro cortes de la cebolla y más tarde una creíble teoría sobre el origen geológico de las rocas que alojaban las cuevas. Y ordenaron a turistas y caballos para las fotos que tomaron con maestría y hasta soltaron un chiste que los hizo achantar: “Esta la llaman la cueva del amor, donde entran dos y salen tres”. Cuando les pregunté por el estudio me miraron decepcionados y respondieron con un merecido silencio burlón. Una infancia con aire leve a tres mil metros.

Para el final quedó la pareja de agrónomos que cansados de la experiencia bogotana volvieron a su departamento. Fueron claves para ponerle un poco de contexto a ese paisaje de la Tota que por momentos parece patagónico y que deleita con las begonias más rojas que he visto. Y con la cerveza servida desde las 10 A.M. Las riquezas de los grandes cebolleros de Aquitania que manejan casi un monopolio nacional: “Cuando uno pone el precio tiene que ganar”. Sus excesos con los fertilizantes que terminan llegando a la laguna, los rellenos en las orillas que le roban año a año al agua helada y límpida. No digamos el lado turbio, solo el hostigoso olor de la cebolla.

Fueron las historias al azar de tres generaciones. Todas elocuentes como suelen ser las historias que se encuentran siguiendo el rumbo de una carretera.


 


miércoles, 12 de enero de 2022

Match Point



“Fortaleza Australia” fue el nombre elegido por el primer ministro Scott Morrison para la estrategia contra el virus. Levantar los muros, tapiar las puertas, cercar al enemigo fueron las consignas desde el comienzo. Son necesarios los sacrificios, clamaban los políticos. Apretar los dientes y llamar a la batalla. Algo de patriotismo contra la pandemia. Pero esa guerra sanitaria puede implicar una pelea desproporcionada contra la gente: los contagiados, los sospechosos, los desobedientes, los vulnerables a la enfermedad. Australia y sus fantasías Cero Covid han mostrado como el virus puede disfrazar los abusos de esfuerzos invaluables y los delirios profilácticos de proezas para salvar la vida.

Al comienzo todo parecía justificado. Australia era un ejemplo de disciplina frente al Covid. La enfermedad podía erradicarse por medio de controles estrictos. “Solo es necesario acatar las normas para que todo esté bien”, parecía la consigna gubernamental. Las medidas de Morrison llegaron a tener el 85% de aprobación luego de un año de la aparición del virus. Gobierno y ciudadanos celebraban su virtuosismo. Pero desde los días de los primeros contagios se dijo que esta sería una carrera de resistencia, una prueba para la que había que ahorrar energía y paciencia.

Y Australia fatigó a sus ciudadanos con medidas que hoy se revelan excesivas y muchas veces inútiles. Su épica del Cero Covid tiene en la actualidad tiene sus visos de ridícula y abusiva. Melbourne, por ejemplo, encerró a sus ciudadanos durante 262 días, en seis periodos intermitentes de cuarentenas estrictas desde marzo de 2020. Muchas veces las aperturas se reducían a un radio de 5 kilómetros alrededor de la casa y solo para comprar alimentos, hacer ejercicio o ejercer cuidados a familiares o amigos. Su récord mundial de encierros no parece, en perspectiva, un motivo de orgullo.

Y aún tienen campos de confinamiento obligatorio. Al comienzo fueron solo para los extranjeros sospechosos de contagio. Pero un reciente documento oficial deja claras las condiciones para todos: “Cualquiera que haya tenido contacto cercano con un caso confirmado de COVID-19 puede ser enviado a cuarentena en su hogar, en una dirección alternativa o en un alojamiento arreglado por el gobierno.”

Sídney, por su parte, ha sacado al ejército a las calles para hacer cumplir las restricciones. El estado de Victoria autorizó en un momento la detención de cualquier ciudadano con una prueba positiva de Covid cuando fuera probable que se negara a cumplir con las órdenes sanitarias. Unos meses después retiraron la medida, los excesos ya habían sido reseñados por Human Rights Watch y la Defensoría pública australiana. Es lógico que en octubre del año pasado la aprobación de las políticas gubernamentales frente al virus ya estuviera en el 48%.

Pero las cosas han ido más lejos. Una mujer embarazada fue detenida hace unos meses por “incitar” a una protesta contra los encierros obligatorios. Y no hace mucho Katie Hopkins, columnista y presentadora británica, fue deportada por burlarse del confinamiento de 14 días al que fue sometida luego de recibir un visado especial. La ministra del interior calificó la conducta de la “invitada” como inaceptable. Hopkins estaba lista para participar en una versión de Gran Hermano. Un buen chiste involuntario.

Además, cerraron el país durante más de 600 días impidiendo el regreso de sus propios ciudadanos. Muchos de ellos pasaron casi dos años lejos de sus familias por el simple hecho de haber salido en el momento equivocado. La más reciente perla fue la promesa de 5 años de cárcel para quienes llegaran desde la India vía conexión para eludir el veto gubernamental. “No tomamos esas medidas a la ligera”, dijo el ministro de salud.

Hace unos días el mismo Scott Morrison dijo que era necesario surfear la ola. Reconoció que la estrategia Cero Covid es imposible y que por momentos, esa ilusión, hizo que la vacunación no fuera vista como una urgencia. Pero la política exige seguir entregando lecciones y han encontrado una disculpa perfecta para el escarmiento y la severidad. Tienen al número uno en la red y no desperdiciarán ese match point.