miércoles, 27 de noviembre de 2013

Bitácora de pólvora






Es un cuaderno de hojas oficio escrito a máquina y cocido con hilos amarillos. Una pasta dura azul protege el legajo y en el lomo está escrito un nombre con letras doradas: Pablo Escobar. Cada página está encabezada con un registro de fecha, hora y número de líneas. Las mayúsculas de la máquina de escribir y las claves numéricas hacen recordar una bitácora militar. En sus más de 500 páginas hay un resumen del día a día de un momento de la guerra del Estado y los Pepes contra el establecimiento criminal de Escobar. La memoria guarda el sonido hondo de las bombas, el clima de expectación permanente, el guiño del ala derecha en el sombrero de los hombres del bloque de búsqueda, la letra infantil y macabra en las cartulinas de los Pepes. La ciudad era un territorio de cacería con depredadores grandes y pequeños, había sitios indicados para dejar a las presas, había celadas y camuflajes permanentes, había rondas que dejaban el ruido de los aviones o las historias del mito en la boca de los taxistas.
El cuaderno tiene 563 nombres con sus alias y la banda a la que pertenece cada uno. Desde el infaltable John Jairo hasta el inesperado Marco Fidel Suárez. Un ejército dividido en 53 bandas y dispuesto a defender a su patrón con la vida. Una red que tenía puntos en todas las laderas: el Popular 1 y 2, Manrique, La Estrella, Santo Domingo, Aranjuez, Santa Cruz, La Ramada, Trianón, El Poblado. Sus páginas ayudan a componer el cuadro de hace 20 años, le entregan detalles a esa historia para que no todo sea recreado en la televisión: “Sobrevuelo de aviones norteamericanos sobre Valle de Aburrá. Por lo menos 4 aviones Hércules c-130 y dos cuatrimotores Orión P-3, por más de 8 horas adelantan rastreo electrónico apoyando operaciones terrestres de ejército y policía”. Los métodos de contrainteligencia del capo también quedan al descubierto: “Hallado muerto en la Loma del Esmeraldal Conrado de J. Cárdenas, había sido secuestrado el día anterior en Avenida Oriental por La Playa, propietario de una chaza, vendía fantasía, servía de correo a Pablo Escobar”.
Cada día tiene una colección de secuestros, muertos, capturas, bombas y notificaciones. Los abogados de Escobar a la salida de La Picota, la profesora de sus hijos en el colegio Los Cedros, un campeón de motociclismo tirado en la Curva del Diablo, Guido Parra amarrado con su hijo en La Cola del Zorro, el caballo Terremoto castrado en una glorieta, un sicario suicida que intenta matar a Jorge Mesa, alcalde de Envigado, la captura de alias Latino, acusado de terrorismo, en compañía de José Ignacio Mesa, hijo del alcalde y diputado del departamento. El bloque de búsqueda allana la universidad Lasallista, el Colegio San José y la residencia de los Hermanos Cristianos. Tres días después Escobar vuelve a entregar la colchoneta caliente en una casa de Belén Aguas Frías: “…deja abandonados dos fusiles, una pistola, un maletín con efectos personales y ocho cartas. Detenidas dos mujeres.” Una valla en Las Palmas hace publicidad cívica en medio de la guerra: “Qué bueno está Medellín, ciudad de la eterna primavera, sin Pablo Bombas”.
Mientras tanto el Fiscal De Greiff visita la cárcel de Itagüí para hablar con los hombres de Escobar, y Hermilda Gaviria le pide a su hijo que no se entregue. Al final de la bitácora, ya muerto el capo, Sarita Arteaga Escobar, sobrina de Pablo, le escribe una carta a María Paz Gaviria para que le pida a su papá que facilite la salida del país a la niña Manuela Escobar Gaviria. Al cerrar el cuaderno queda un tizne de pólvora en los dedos.



martes, 19 de noviembre de 2013

El ocaso de los ídolos






El silencio del Parque Arqueológico de San Agustín sigue siendo sobrecogedor. Los “colosos” que visitó Preuss hace 100 años entregan los mismos interrogantes de siempre:  los nudos limpios de las cintas de piedra en la espalda de los ídolos, los colmillos que amenazan o ríen, los ojos que se alargan o se curvan, las manos infantiles y majestuosas sobre el pecho. Codazzi que describió 34 de las estatuas no pudo más que imaginar la inscripción en piedra de ciertas “leyes morales”, “un sistema religioso con aplicación a la vida social”. Setenta años después del italiano, llegaron las preguntas de Konrad Theodor Preuss: “¿Por qué razón estos indígenas, cuyo grado de civilización incipiente estaba, con todo, muy por encima de las otras tribus de los valles vecinos, sintieron la necesidad de dar al Ser una expresión monumental como esta que admiramos en las vecindades de San Agustín?”
Era el momento para volver a esas preguntas, para que una insignia del sur lograra fijar la cada vez más volátil atención del centro, para que nos olvidáramos de las rencillas nuestras de cada día y celebráramos una incógnita dejada hace siglos, una herencia de belleza que en su momento fue puesta al “mismo nivel de los tesoros de Tut-Anch-Amon”. La idea era que 20 piezas viajaran al Museo Nacional en Bogotá y el Retorno de los ídolos significara una ruptura de la vieja desconfianza entre dos países unidos por lazos presupuestales y burocráticos.
Pero entre nosotros todo tiende a la pugnacidad y la transacción politiquera. Un extranjero que vive hace años en San Agustín puso los primeros peros al traslado de los ídolos, habló de la pérdida de energías ancestrales y otros rollos chamánicos subrayados en sus libros. Muy pronto aparecieron guerreros de su causa. Al comienzo algunos maestros acostumbrados a la confrontación como oficio. Era la oportunidad de dar pelea, mostrar su fuerza y encontrar un cacique que moviera sus marchas. Lo encontraron, desde el Caquetá el senador Jorge Eliecer Guevara puso sus fichas para buscar provecho.  Nadie le había prestado atención a las reuniones que durante un año realizó el ICANH para explicar el proyecto, eran simples charlas académicas sin espacio para la descalificación ni posibilidades para la adrenalina y la pantalla que entrega el ESMAD. Se sumaron también algunos periodistas de Neiva y hasta gaseosas Cóndor puso sus burbujas en defensa de las energías cósmicas. Los diputados ya estaban alertas y lo que era una exposición se convirtió en botín. Ahora se exigían puestos, acueductos, reconocimientos y contratos para dejar salir a las esculturas.
Faltaba la estocada final y para eso llamaron a los indígenas Yanaconas que hace menos de 20 años llegaron al municipio de San Agustín. Estos cazadores-recolectores de rentas públicas se tomaron a pecho su labor y se fueron a abrazar las estatuas: “No se pueden llevar a nuestros dioses”, decían. Pero todos saben que sus dioses son el presupuesto y que quieren más a los notarios que al Doble yo. Trajeron a algunos de sus hermanos del Cauca para jugar al paro arqueológico. Como último refuerzo llegaron estudiantes de la Surcolombiana y la Universidad del Cauca, acostumbrados a cobrar por cada paso en sus marchas.
Quedó claro que todavía hay un gran resentimiento en las relaciones entre el sur y el centro, y que los ídolos fueron rehenes de esa vieja pugna. También que nuestras discusiones son casi siempre mezquinas y tienen varios ceros detrás de las declaraciones de principios. Y que los colombianos que creíamos que San Agustín era un patrimonio común, nos enteramos que las piedras labradas tienen dueños, una peligrosa raza de esotéricos clientelistas.


martes, 12 de noviembre de 2013

Ponerle veneno





Las novelas con ilustres enfermos envenenados han vuelto a la prensa. Cada tanto es necesario sacudir los huesos de algunos mártires en busca de las huellas de una conspiración. Morir de cáncer no puede ser el destino adecuado de un guerrero o un poeta de masas. Además, las viudas se aburren y comienzan a imaginar historias brumosas y a desentrañar enemigos. Es necesario tomar la calavera gloriosa y corriente, mirarla a las cuencas y pedirle que entregue una última historia, un rastro de Polonio-210, un poco de arsénico que manche la blancura del cráneo. Estamos aburridos de espías informáticos, de burócratas militares sin ángel como Bradley Manning y hackers audaces como Snowden, es necesario volver a la vieja guardia que entregaba la mueca amarga de los envenenados.
Hay tres equipos científicos esculcando sesenta muestras de los huesos de Yaser Arafat. La escena de recolección de restos debe ser algo similar a cortarle las uñas a un esqueleto. La radiación en el armario del líder palestino dio la primera pista: la kufiyya debía brillar en las noches de insomnio de Suha, su viuda. Una pizca de polonio-210 del tamaño de una mota de pimienta pudo ser suficiente para matar al Rais. Es la tercera vez que abren el cofre de Arafat y no será la última. Ahora los científicos no se ponen de acuerdo sobre lo que dicen los huesos del cadáver. Para los suizos fue envenenado, para los rusos es imposible llegar a esa conclusión y los franceses tienen todavía su moneda en el aire.
El caso de Neruda es menos poético. La legión de herederos -políticos, económicos, líricos- se pelean la biografía del hombre y cada uno propone un fin acorde a sus fines. Aquí el supuesto culpable no es un veneno invisible sino una vulgar inyección aplicada al poeta en un hospital chileno apenas 12 días después del golpe a Allende. El propio Neruda les habría comentado el asunto a Matilde Urrutia, su última mujer, y a Manuel Araya, su chofer de confianza. Pero parece que a la señora se le olvidó el detalle y Araya lo recordó solo al cumplirse el aniversario 40 de la muerte del poeta. El conductor contó hace meses que “Pablito” lo llamó a decirle que se sentía mal luego de una inyección traicionera. El equipo de médicos legistas, toxicólogos, arqueólogos, fotógrafos forenses y antropólogos llegó hasta la Isla Negra hace unos meses. Ya tendremos las fotos para una edición especial de poemas sobre la muerte. Lastimosamente dicen que la osamenta estaba sana y salva: no se encontró veneno alguno entre los restos. El partido comunista no se contenta con un maldito cáncer de próstata y pidió ir hasta la médula del asunto: “hay elementos que desaparecen con el tiempo como el gas sarín. El caso no se cierra hoy día, vamos a solicitar nuevas muestras”
Hace años, cuando los envenenamientos se democratizaron y salieron de los palacios para engalanar las riñas domésticas y las comisiones de los empleados funerarios, un juez inglés entregó la frase que resume el interrogante detrás de todos los mitos venenosos. El pueblo pedía la condena de una mujer acusada de matar a su esposo y las pruebas no daban evidencia suficiente. El hombre les gritó a los médicos desesperado desde su peluca majestuosa: “sacad el veneno donde está escondido, mostradlo y yo la condenaré”.








martes, 5 de noviembre de 2013

Pecados por exceso




El filtro de entrada que los hospitales han ido construyendo por desconfianza merecida frente a algunas EPS, por cálculos sobre su balance más allá de las historias clínicas, por incapacidades y carencias propias, se ha convertido en uno de los puntos principales del debate sobre la salud en Colombia. Son los pecados por defecto de nuestro sistema. Más silenciosos, y en ocasiones más complejos, son los pecados por exceso que se presentan todos los días en las salas de cuidados intensivos y de exámenes especializados. Aquí las decisiones tienen que ver con el límite natural de la vida y los esfuerzos desmesurados de los médicos –ensañamiento terapéutico, lo llaman algunos– que muchas veces parecen dirigidos más a mejorar la factura que la salud.
En menos de tres meses he tenido cerca dos casos en que los hospitales –muy reputados por cierto– abren la puerta de par en par a los pacientes y la cierran con disimulo, fingiendo responsabilidad y celo profesional, cuando el enfermo imaginario o la familia del enfermo terminal buscan una salida razonable. Una vez entra el paciente con respaldo económico probado por su EPS prepagada, los hospitales comienzan a actuar con la lógica de un hotelero desmedido. Para el enfermo imaginario que llegó creyendo tener un infarto decretan tres días de cama en cuidados especiales sin importar que se haya comprobado que todo fue una acidez mal interpretada. Aquí el asunto es más una comedia que una tragedia. La acompañante debe ponerse más rígida que las enfermeras y notificar, con palabras que retumban en las catacumbas del hospital inmenso y fantasmagórico, que el paciente rubicundo saldrá por sus propios medios quieran o no los médicos precavidos. Huir de un hospital es siempre sano.
En el segundo caso el asunto entraña una tragedia. Someter a un paciente y a una familia a una agonía de 25 días pensando en una factura de 180 millones de pesos o en una obligación religiosa, o en las dos al mismo tiempo, es un pecado de lesa religiosidad y un abuso mercantil. En la situación particular que conocí la familia debió acudir a una segunda opinión luego de recibir durante tres semanas diagnósticos contradictorios y sermones sobre la vida y la esperanza. Solo cuando el esposo de la paciente firmó por iniciativa propia una carta pidiendo que no se le suministraran más antibióticos a su mujer enferma –era claro que la capacidad de respuesta al tratamiento era escasa o nula y que el pronóstico de vida se limitaba a semanas o meses– en el hospital reunieron al comité de ética para tomar la decisión. La paciente murió tres días después del acuerdo lógico desde el punto de vista médico y humano. En el entretanto los doctores alcanzaron a hablar de homicidio por omisión y otras imprecisiones que desconocen el derecho penal y el fallo de la Corte Constitucional sobre la eutanasia.
Muchos de los recursos que hacen falta para atender las necesidades de pacientes con un alto potencial de recuperación, terminan invertidos en pequeñas farsas con excesos diagnósticos para pacientes sanos o largas agonías para enfermos terminales sin posibilidad de expresar su voluntad. Por eso en Estados Unidos se ha hablado del “juicio sustitutivo” al que tienen derecho los familiares, y de la teoría del “mejor interés” que busca encontrar el juicio de una persona razonable en las mismas condiciones de un paciente sin capacidad de tomar una decisión por sí mismo. Es urgente pensar en algo para que no sea necesario entrar al hospital con un plan de fuga y un testamento que invoque el derecho a expirar a la hora indicada.