


Durante buena parte de los siglos XVII y XVIII los pintores europeos se encargaron de encerrar en sus lienzos a lectores silenciosos y solemnes, vestidos con sombrero y amplias mangas, rodeados de una sagrada quietud. Lectores que según las palabras de George Steiner se preparaban para un encuentro “cortés, casi cortesano, entre una persona privada y uno de esos invitados importantes cuya entrada en la casa de los mortales” constituye una ocasión especial. Como el cabalista el lector descrito por Steiner buscaba “la llama del espíritu” entre los papeles sobre su mesa.
Desde hace unos años algunos intelectuales han comenzado a hablar de esa lectura digna del retrato de interiores como una costumbre en vía de extinción. Un aumento en el precio del silencio y la soledad la hacen cada vez más difícil. Para Steiner, las sencillas rutinas del teléfono o las manías adolescentes que obligan a leer mientras un audífono hace de segunda voz, son suficientes para que la lectura de las grandes obras sea cada día un desafío más difícil para los humanos, un reto para el que solo están preparados unos pocos. Así que leer Guerra y paz o La montaña mágica se convierte en una hazaña tan difícil como escalar las cumbres más altas del planeta.
Hace unos meses Nicholas Carr, un intelectual experto en temas de tecnología y cultura, se atrevió a ir un paso más allá en la pregunta por las habilidades y las carencias del lector actual: un hombre al que no ilumina la ventana que iluminaba al lector en los cuadros de hace 200 años sino simplemente la pantalla de su PC. Carr no habla de pequeñas distracciones ni de las conexiones que hemos perdido con sensibilidades de otros tiempos sino de una especie de atrofia mental. Sus palabras son interesantes porque no podrán ser interpretadas como la salmodia del nostálgico que quiere defender su manera de entender la inteligencia y la cultura. Él mismo se declara atrofiado y dice extrañar sus antiguas habilidades: “La mera narrativa o los giros de los acontecimientos cautivaban mi mente y pasaba horas paseando por largos pasajes de prosa. Sin embargo, eso ya no me ocurre. Resulta que ahora, por el contrario, mi concentración se pierde tras leer apenas dos o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa que hacer… En dos palabras, la lectura profunda, que solía ser fácil, se ha vuelto una lucha.” Según su texto, que pregunta si Google nos está volviendo estúpidos, el cerebro de quienes nos dedicamos a hacer click comienza a hacer crac. La sobre carga de información y el llamado permanente de esa biblioteca de fragmentos en la red, nos privan cada día de las “vibraciones y las resonancias intelectuales” que solo proporciona la lectura silenciosa de las profundidades, el ejercicio solitario del buzo con oxigeno suficiente para las largas exploraciones. Al igual que el erudito al que se refiere Marcel Proust en Sobre la lectura, el pescador de Internet cambia la “actividad original” de su mente por el orgullo de traer la información en su memoria, sea artificial o cultivada.
Desde hace un tiempo comparto la preocupación de Nicholas Carr y extraño las largas tardes de un solo libro, la amistad con el escritor de una novela que nos regala dos meses de su tiempo. “Con estos amigos, si pasamos la velada en su compañía, es porque realmente nos apetece”.
Al igual que los monjes de El nombre de la rosa que se envenenan con la tinta al pasar las páginas de un libro con atractivos y secretos ineludibles, parece que nos envenenamos día a día poniendo los dedos sobre estas teclas. Como evitarlo, si visité más a Google que a mi biblioteca para escribir esta página.