

Me topé con Fernando Vallejo en una casa vieja del Barrio Prado en Medellín. Me invitaban para oírlo rugir y para intentar un pie de página en medio de la conversación. Asistí gustoso con la esperanza de merecer un sablazo del ogro, según el apelativo que le concedió un amigo temerario que alguna vez buscó su consejo. Hacía 10 años, desde un día de grabación de La Virgen de los sicarios, que Vallejo no visitaba la ciudad de sus amores y sus inquinas. Le pregunté cómo veía a este Medellín en comparación con el idílico de los días azules, ese que trata con ternura en la primera tanda de su río del tiempo. Y Estaba esperando una respuesta de nostalgias, pero con Vallejo es mejor no esperar: "Yo no quiero volver a ver a ese Medellín aburrido que no era más que un gran potrero, qué pereza esas quietudes, qué horror el pasado, mejor el Medellín de hoy que es delirio, como la vida, y motos y motos y motos y motos", me dijo con su tono suave y amenazante. Hablaba con la euforia del emigrante que regresa, que es en últimas el turista más fácil de burlar. Su hermano Aníbal me dijo que Vallejo, o sea Fernando, cogía un taxi en la mañana y se iba de excursión al centro de Medellín. Parece que no trató a los taxistas de hideputas como en sus recorridos de novela en compañía de Alexis. Y caminó el Parque de Bolívar y el atrio de La Candelaria con ojos indulgentes, saludando a las señoras que salían de misa.
Por momentos me convencí de que Vallejo había depuesto las armas de la injuria. Lo noté cansado de su juego de hereje, temeroso de encontrar un recibimiento digno de demonio o de traidor o de loco. Al teatro Camilo Torres, en la U de A, fue preparado para enfrentar un pequeño juicio, prevenido, armado de su colección de frases fulminantes y de una guardia de perros apestados. Cuando una niña le preguntó en qué se inspiraba para copiar, utilizando ese verbo de tarea infantil en vez del ilustre escribir, Vallejo respondió presto: "A ver, cómo qué he copiado". Al segundo se dio cuenta de que era una niña quien preguntaba por su inspiración y respondió con ternura de abuelo: "Pues será en las rabias que me sacan por aquí". En últimas la comparecencia en el Camilo Torres fue sobre todo una homilía monótona con fieles dispuestos a responder el salmo. De modo que el oficiante preparado para el abucheo recibió venias y aplausos. Y sintió que Medellín era más dulce de lo que la recordaba y hasta dijo que Colombia era muy generosa, si se le pude creer a una fuente muy cercana a su manada.
Con su corte de gozques y su cantaleta contra los carniceros Fernando Vallejo me recordó un poema de Lorca: "Todos los días se matan en Nueva York / cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, / un millón de vacas, / un millón de corderos / y dos millones de gallos / que dejan los cielos hechos añicos? Yo denuncio la conjura / de estas desiertas oficinas / que no radian las agonías, / que borran los programas de la selva, / y me ofrezco a ser comido / por las vacas estrujadas / cuando sus gritos llenan el valle / donde el Hudson se emborracha con aceite". Tal vez la poesía sea indispensable para repetir el discurso piadoso a favor de los animales sin terminar emparentado con los Hare Krishnas.
Pero volvamos a la casa de Prado. Intenté hablar de libros y muy pronto me dijo, con orgullo de erudito, que llevaba 10 años sin leer una novela y un año largo sin terminar un libro. Y que no estaba cañando. "Me dedico a tocar piano, a tocar mal pero bueno, en eso se me va el día". Sin contar el paseo a los perros. Su opinión sobre la literatura puede resumirse en dos líneas: la actual es absolutamente efímera, o sea desechable, y los clásicos ya hablan de polvo, huesos, costumbres idas y famas muertas. Hasta el Quijote cayó en la lista de lo ilegible: "muy pronto los pie de página serán más largos que el propio libro". En esa vía le pregunté por Carrasquilla para que le diera un garrotazo por los 150 de su nacimiento. Pero volvió a sacar su mano enguantada: "Yo no hablo mal de mis paisanos". Lo dijo sin que una arruga anunciara la sonrisa cínica que merecía semejante burla. Insistí y resolvió con una palmada en la espalda para "el viejo", por su talante tímido y sus observaciones sobre este pueblo mendaz. Pero al final guardó sus libros en una caja, para regalarlos con los periódicos y algunos trastos viejos: "Los libros de Carrasquilla no tienen nada que decirnos en este momento, ese Medellín ya no existe, no tenemos nada que ir a buscar en esos retratos".
Al final elogió nuestros aguaceros con los ojos desorbitados, sin pedir que las borrascas nos arrastraran a todos. Y dijo que servían incluso para enriquecer nuestro lenguaje, para que existiera el verbo escampar que era tan escaso. En la despedida me pareció más paisa que Fernando Botero.