


Un pequeño tratado, entre ingenuo y poético, escrito en 1933 por Jun´ichiro Tanizaki, uno de los creadores de la novela contemporánea en Japón, dedica sus páginas a mostrar el contraste entre el brillo que ha elegido occidente para sus espacios y sus objetos, y el velo de penumbra que ha privilegiado oriente. Era el tiempo en que el mejor restaurante de Tokio todavía usaba candelabros como única iluminación. Por momentos, la nostalgia de Tanizaki por la oscuridad que se ha ido perdiendo está inspirada por un nacionalismo primitivo: “Supongamos, por ejemplo, que hubiéramos desarrollado una física y una química completamente nuestras; las técnicas, las industrias basadas en dichas ciencias habrían seguido naturalmente caminos diferentes, las múltiples máquinas de uso cotidiano, los productos químicos, los productos industriales habrían sido más adecuados a nuestros espíritu nacional”.
Es imposible desarrollar una química o una física que siga las costumbres de un pueblo. Tal vez por eso Tanizaki se dedicó a la literatura. Su Japón apreciaba la pátina sobre los cubiertos, el lustre del mugre en los rincones, el papel en las ventanas a cambio del vidrio: “Efectos del tiempo, eso suena bien, pero en realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos”. También los grandes aleros de los templos y las casas eran una forma de proporcionar oscuridad. Las ráfagas de lluvia obligaron a arropar las construcciones y a encontrar misterios en la sombra: “Si el tejado japonés es un quitasol, el occidental no es más que un tocado.”
Sobre ese Japón que veneraba Tanizaki cayó un resplandor inimaginable. Se ha intentado describir muchas veces el fuego de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Bob Caron, el artillero de cola del Enola Gay, fue el primero en ver la explosión: “Era como si el anillo que rodeara a un distante planeta se hubiera soltado y ascendiera hacia nosotros”. Una orden elocuente lo anima a seguir con sus impresiones: “Imagina que estas haciendo un programa de radio…” Y Caron describe: “Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Los incendios se extienden por todas partes como llamas de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…catorce, quince…es imposible. Son demasiados…”
Sostener al Japón que invoca la nostalgia de Tanizaki era imposible. Tanto como sostener un imperio derrotado. “Cosas de viejos, siempre chocheando”, como lo dice él mismo al final de El elogio de la sombra. Ahora el asunto no es de estética ni de conservar un rincón opaco y fresco del alma japonesa. La energía es un asunto de supervivencia, de preeminencia económica. Japón fue empujado hasta la energía nuclear, uno de sus más recientes y dolorosos tabúes nacionales, por obra y gracia de sus virtudes, por sus éxitos industriales y comerciales. Tal vez ese mito oscuro y terrible si debió sobrevivir, permanecido en un altar que tocara la mano de los japoneses para darle lustre y memoria. Si Austria, Noruega y otros países de Europa pudieron decir no a la energía atómica, Japón debió hacerlo, tenía dos razones inolvidables. Hace unos días lo dijo con claridad Kenzaburo Oé, un premio Nobel de literatura usando la física intuición: “Los japoneses, que conocieron el fuego atómico, no deben plantearse la energía nuclear en función de la productividad industrial, es decir, no deben tratar de extraer de la trágica experiencia de Hiroshima una receta para el crecimiento.”
