jueves, 24 de febrero de 2022

Guerra en frío

 




Un libro puede ser un buen antídoto contra las incertidumbres y los cables noticiosos que reseñan las guerras inminentes. Esta semana los voceros de gobiernos con poder suficiente para llamar a Putin dijeron que la invasión a Ucrania había comenzado. Y el ministerio de defensa ruso dio parte de cinco soldados ucranianos (saboteadores, los llamaron) muertos en territorio de su vecino. Y en efecto Putin metió a su gente en las “repúblicas” separatistas de Ucrania. Mover 170.000 soldados solo para meter miedo era mucho gastar gasolina. Pero, ¿de verdad puede haber una guerra que involucre a las grandes potencias de occidente contra Rusia? Cuando la pandemia comienza a ceder es un buen momento para pensar en un apocalipsis sin tapabocas.

En 1994 el historiador británico, nacido en Alejandría, Eric Hobsbawm publicó su Historia del siglo XX, un libro que se ha convertido, para los legos, en un catálogo de esos 100 años que se apilan en 600 páginas. Para intentar una mirada a lo que pasa en la frontera entre Ucrania y Rusia me dio por visitar algunos capítulos relacionados con la guerra fría y la caída de la Unión Soviética ¿Es posible llevar los temores, las precauciones y las amenazas de la guerra que no fue a la guerra que podría ser? Seguro que sería al menos arriesgado y las salvedades aparecen por todas partes.

Pero del repaso también se puede sacar alguna relativa tranquilidad. Para Hobsbawm la amenaza de una guerra atómica no fue una posibilidad ni en los momentos de mayor tensión y paranoia. El botón atómico fue más un “recurso para necesidades negociadoras”, para levantar el teléfono rojo instalado en 1963, o para mejorar la posición política al interior de los países involucrados, una bandera electoral en el caso de los Estados Unidos. Las dos potencias confiaban en su rival, parecían tener la certeza de que el enemigo tampoco quería la guerra: “Esa confianza demostró estar justificada, pero al precio de desquiciar los nervios de varias generaciones”.

Incluso durante la crisis de los misiles en Cuba la película demostró ser más utilería que artillería. La URSS montó sus alardes en el caribe para responder a las salvas de los gringos en Turquía. No solo había llegado la revolución, también la candela estaba aquí no más. Al final, los misiles se retiraron de lado y lado. Luego supimos que Kennedy tenía informes claros de que esos disparos no amenazaban el “equilibrio estratégico”, mientras los proyectiles americanos en Turquía fueron declarados obsoletos.

Desde después de la Segunda Guerra mundial la Unión Soviética utilizó la intransigencia como su gran arma, incluso antes de lograr el equilibrio nuclear. Occidente copió la estrategia y todo derivó en décadas de paz y negativas. La única intervención de los soviéticos por fuera de los territorios donde estaba el ejército rojo después de la Segunda Guerra Mundial fue Afganistán en 1988. La intervención de Estados Unidos en Corea y Vietnam también dejó la Guerra Fría en tablas. Tal vez la larga mesa en la que Putin sentó a Macron haga parte de la obstinación como arma secreta.

Ucrania fue el primer país en salir de la órbita soviética cuando incluso el equipo olímpico de la Comunidad de Estados Independientes tenía todavía el uniforme puesto. Para Rusia no será fácil entrar a un país que hoy honra a los líderes de la guerrilla independentista que en los años cuarenta llegó a tener 200.000 hombres. Hobsbawm cita a Thomas Hobbes para dejar todo empatado: “La guerra no consiste solo en batallas, o en la acción de luchar, sino que es un lapso de tiempo durante el cual la voluntad de entrar en combate es suficientemente conocida”. Confío que estemos en ese tiempo.

 

 

miércoles, 16 de febrero de 2022

Gabinetes médicos

 







Luego de dos años la pandemia es cada vez más un hecho social y político. El sentido, la proporción y la utilidad de las restricciones y medidas para contenerla marcan hoy la discusión más activa y relevante para la mayoría de los ciudadanos. Los tiempos del aplauso al personal médico desde las ventanas son parte de un archivo para los días de las primeras incertidumbres y la sensibilidad. Sensiblería, dirán los más cínicos. Días tan remotos como aquellos en que los descubrimientos contra el virus eran tan básicos como acostar a los pacientes boca abajo.

La ciencia y la medicina están cada vez más alejadas de la discusión pública respecto a las necesidades actuales frente al virus. Hoy las elecciones, las protestas, la necesidad de tapar un escándalo, los alardes de firmeza valen más que las evidencias científicas. El gobierno de Scott Morrison expulsó del país al tenista número uno del mundo para sostener una postura política en víspera de elecciones y no para proteger a su población. Boris Johnson ha dado los pasos más audaces en el desmonte de las restricciones para apagar la luz de sus cuatro fiestas en 2020 cuando el país estaba en cierre total.

Trudeau quiere mostrarse firme frente a la protesta de los camioneros -contra los pasaportes de vacunas- que han cerrado el puente Ambassador que comunica con Estados Unidos y por donde cruzan mercancías con un valor de trece millones de dólares cada hora. El primer ministro está a punto de usar una ley de emergencia que se aprobó en 1988 y nunca se ha usado. Existía una ley similar que solo se usó en la primera y segunda guerra mundial y en la crisis separatista de Quebec en 1970. Trudeau ya no habla de virus sino de una crisis política que lo tienen en la encrucijada entre opinión pública que pide firmeza y partidarios que ven con desconfianza semejante precedente constitucional.

Jacinda Arden, la primera ministra de Nueva Zelanda, también está en una lucha por mantener formas y medidas impuestas durante dos años. Renunciar a su manera de tratar el virus sería desechar unos ideales que la tuvieron como ungida en el ranking contra la pandemia. Llegaron las protestas a sus restricciones y ya no hay margen para ir atrás. Ardern canceló su boda a finales de enero y ordenó nuevos confinamientos. Los suyo es ya una especie de magia en el que encerrarse en una caja negra es un acto sublime. Pero la gente se ha aburrido del espectáculo y las encuestas y las calles lo muestran. La ciencia política y las encuestas han reemplazado a la ciencia a secas y los estudios de las revistas indexadas.

Las vacunas, la mayoría de la población que ha tenido contacto con el virus, el cansancio social a las restricciones, la llave del miedo que siempre va venciendo tienen la pandemia en otro momento. Los gobiernos han comenzado a hacer cálculos muy lejos de los modelos epidemiológicos, que entre otras demostraron ser incluso menos fiables que las encuestas electorales. No queda más que la fachada científica y la costumbre de millones de ciudadanos frente a las restricciones. Porque hay millones de personas que creen que las leyes que imponen controles y limitan libertades son virtuosas per se, como si fueran un amuleto de obediencia. Y los gobiernos siempre quieren templar un poco la cuerda, tener nuevos controles, darle nuevas y más creíbles justificaciones a sus barreras y condiciones. El gobierno de los sabios y los prudentes es una ilusión del pasado, quedará como una herencia más de la pandemia, cuando el gabinete se disfrazó de junta médica y el presidente daba un diagnóstico todos los días por televisión. Es hora de olvidar la pseudociencia de los decretos y poner a los pacientes de los palacios bocabajo.








 

 

miércoles, 2 de febrero de 2022

Rodar en casa

 




Solo el dolor puede trazar el mapa de la ruta que siguen los ciclistas. Según sus reglas, para conocer una carretera es necesario medirla con los piñones, adivinar el ahogo que trae una curva que se empina más de la cuenta, esperar el viento en contra que promete una recta eterna. Los primeros circuitos de entrenamiento, recorridos con las bicicletas de materiales menos nobles, son la patria chica de los corredores. Allí está el recuerdo de sus esfuerzos iniciales y sus glorias menores, y están los paisajes que los criaron y los estragos de alguna curva memorable. Y están, por qué no, los paraderos para complacer la memoria del paladar que dicen es la más profunda. Hace unos años me encontré a Rigoberto Urán en un restaurante de carretera, terminando su jornada de entrenamiento cerca al alto de Santa Elena, con una taza de mazamorra a manera de trofeo.

A diferencia de los futbolistas, que solo pueden recordar sus potreros de iniciación en las entrevistas o en los partidos de fin de año contra “viejas glorias”, los ciclistas pueden seguir entrenando en el territorio de esas épicas personales. Y muchos de ellos logran competir como campeones de camisas variadas en sus campos de infancia. Es de alguna manera un privilegio que tienen muy pocos deportistas: recorrer los territorios de los primeros sueños como atletas consagrados, no visitarlos para la foto sino como un camino necesario para revalidar títulos. Entrenar y competir como profesionales en las “canchas” de barriada.

Cuando recién terminó el Tour de Francia vestido de amarillo le preguntaron a Egan Bernal por los pensamientos durante las etapas de montaña donde pedaleaba con esa tranquilidad: “Pensaba como si estuviera entrenando acá en Zipaquirá. Las etapas tipo Galibier, Iseran, eran subidas muy largas, a mucha altura, entonces prácticamente era como si estuviera entrenando en Zipaquirá, subiendo de Pacho, que es una subida de una hora, que es más o menos lo mismo. Entonces, eso fue lo que más o menos se me vino a la mente cuando estaba haciendo esas etapas”. En su libro Egan, el campeón predestinado, Mauricio Silva habla de esas primeras salidas de Egan en compañía de su papá y de Norberto Triana, el esposo de su tía. Iban a Tocancipá, al Neusa, a Cogua, a Pacho y Egan no se descolgaba: “Desde pequeño, Egan demostró ser un berraco para subir. Es increíble que aun con la bicicleta que él tenía, que era de cross, se nos pegara sin problema, y eso que nosotros teníamos bicicletas semiprofesionales”, recuerda Norberto.

Tal vez por eso mismo, por el encanto de las primeras rutas, el ‘Zipa’ Forero, primer campeón de la Vuelta a Colombia, nacido en Zipaquirá como Egan, soñaba en sus tiempos de empleado en una fábrica de gaseosas con una carrera al estilo Tour de Francia por las carreteras de barro y piedras que le eran entrañables: “Cuando empecé a correr en bicicleta en 1949, intentaba leer todo lo que podía. Obviamente, leí sobre el Tour de Francia y la mitología en torno a los Alpes y los Pirineos. ‘con una geografía como la nuestra una Vuelta a Colombia sería algo extraordinario’”. Los recuerdos del ‘Zipa’ los recoge Matt Rendell en su libro Reyes de las montañas.

Nuestro ciclismo ha sido grande por los esfuerzos y los paisajes, por la cultura y por la altura como ha dicho el mismo Rendell refiriéndose a la herencia del pedal y al oxígeno que escasea en nuestros altos y sobra en la sangre de los que han hecho aquí su vida de hazañas, bien sea como mensajeros, vendedores de chance, acarreadores de leche o jardineros. Aquí seguirán respirando y pedaleando.