


El sur se ha convertido en el principal productor de sacudidas nacionales. La marea de sus lógicas primitivas embiste cada tanto a la cuadrícula de las oficinas públicas, devuelve sus formularios, se ríe de sus intensiones. Deja constancia, en las plazas de las grandes ciudades, de su cuota de poder y sus venenos abandonados. Una evidencia de humo y rabia.
Un médico alérgico a las pulcritudes hospitalarias y al azote de una EPS me trajo hace unos días noticias del Putumayo. Historias de sus seis años de curandero por las selvas del piedemonte. Sus correrías de partos y baleados, de colonos descalabrados en moto o picados por las culebras. Habló del tedio de las cantinas, de la hospitalidad de casas abiertas en la selva, refugio para cualquier caminante con la simple condición de lavar los platos y reponer el arrume de leña, de los ciclos de 48 días que impone la mata de coca y de los descubrimientos recientes en Mocoa: el pavimento y la luz eléctrica sin necesidad del trueno de la planta de ACPM.
Tenía que preguntarle por los fajos de billetes, por el cauce de esa economía turbia de crecidas y sequías continuas. En últimas, un arrume 4.700 millones de pesos en un camión por las trochas del Putumayo, fue uno de los primeros campanazos del repiqueteo de desfalcos que ahora nos aturde. Primero habló de su sueldo que llegaba con 4 o 5 meses de retraso. “Yo viví vendiendo mi sueldo. Un caleto me entregaba el 70% de lo que ganaba y recogía la plata completa cuando el hospital giraba lo mío”. El gerente del hospital era el que hacía el papel de usurero y buen samaritano. “Y mi banco era un chiste viejo, no es mentira, mi plata la guardaba debajo del colchón”.
Las filas en el Banco Agrario de Orito se ordenaban desde las tres de la mañana. Hacer un giro, consignar, mirar un saldo era una jornada difícil hasta para la resistencia de los raspachines. Al lado del banco se instalaron casetas de intermediarios, oficinas ambulantes encargadas de entregar fichos y llenar talonarios. Los comerciantes con billete de más, coqueros o guaqueros de tienda, usaban sus carros blindados y sus cajas fuertes para llevar la plata hasta el “distrito financiero” en Puerto Asís. Los trabajadores de Ecopetrol movían sus pagos por medio de su cooperativa. Y los mortales dormían a las afueras del Banco Agrario.
Hasta que apareció DMG y sus buenas maneras. Un local reluciente, aire acondicionado, televisión y dispensador de agua fría. Cajeras con aire de azafatas. La gente corrió a entregar su plata y la libreta de DMG se convirtió en un adorado librito de salmos. Los rendimientos exagerados completaban el irresistible atractivo. Los colegas de hospital miraban con lástima al médico baquiano y su desconfianza por el librillo DMG. “Había de todo, unos sabían que estaban jugando, otros se metieron la mentira ellos mismos.” DMG se convirtió en la ventanilla siniestra y necesaria para mover la plata de los “químicos” y los campesinos, de los médicos y los profesores, de los funcionarios y los chóferes, de los sicarios y los ladrones. La plata que antes manejaba el Negro Acacio se democratizó gracias a la seguridad democrática, el gran capo fue reemplazado por 15 emprendedores.
Lo extraño de toda la historia es que ese modelo perfecto para la dinámica del Putumayo terminara imponiéndose en la Autopista Norte en Bogotá. Con sólo pulir un poco sus estrategias DMG pasó de ser una tecnología necesaria para el viejo oeste del sur a ser un centro comercial milagroso en las afueras de Bogotá. Está claro que el centro no esta libre del poder de la maleza. El sur también puede dar lecciones.