martes, 30 de abril de 2019

Tragar entero




Medellín es una tarima envidiable para los políticos, con un público condescendiente y distraído, dado al aplauso y al tarareo de los estribillos oficiales. La ciudad tantas veces implacable frente a miradas ajenas, a discursos disidentes o a la más sencilla desobediencia termina siendo incondicional con sus elegidos. Aquí no se usa la sana desconfianza ni el escrutinio, aquí no se levanta la voz ni se cotejan las cifras: Medellín elije a sus mandatarios y jura una extraña fidelidad. La escena se repite cada cuatro años, la mitad de los ciudadanos habilitados participa en las elecciones locales, el 35% de los electores votan por el ganador y con solo posesionarse ya tiene una popularidad que ronda el 75%. La magia del investido, podría llamarse. Un caso inverso al que se presenta en Bogotá, donde el alcalde es recibido con una amigable revocatoria del mandato. De modo que pasa muy rápido de ungido a urgido.
Los últimos cinco alcaldes de Medellín han terminado sus mandatos con más del 70% de aprobación. El peor fue Luis Pérez en 2003, despedido luego de sus múltiples escándalos, de su agencia de viajes en EPM y sus obras de faraón de pueblo, con el 71% de complacencia ciudadana. Sergio Fajardo acabó rayando el 90%, Alonso Salazar, a pesar de la embestida del poder paraco y sus políticos cercanos, terminó con el 74% de favorabilidad, Aníbal Gaviria con el 80% según la encuesta de Medellín cómo vamos en 2015 y Federico Gutiérrez ronda el 90% de aceptación desde hace cerca de un año. Aquí no importan los diversos orígenes partidistas y las posturas ideológicas.
La popularidad de los gobernantes se define en buena medida por asuntos ajenos a sus ejecutorias y discursos. Hasta el clima puede mover la aguja voluble de los ciudadanos. Y cada plaza arrastra una herencia de encantos y descontentos. Es normal entonces que Bogotá guste de la rechifla cuando solo el 48% de sus habitantes dice estar satisfecho bajo su cielo, según la encuesta de percepción de Calidad de vida de 2017. Solo en Quibdó (47%) es mirada con peores ojos que la capital. Mientras tanto, Barranquilla y Medellín, con sus alcaldes aclamados, tienen al 68% de su población feliz y dichosa, y se han turnado ese primer y segundo lugar en los últimos ocho años.
Pero en Medellín el aplauso estruendoso no deja de encarnar ciertas contradicciones. Por ejemplo, desde 2006 hasta 2018 el promedio de quienes dicen que las cosas en la ciudad van por buen camino se ubica en el 74%. Mientras en 2017 el porcentaje de quienes consideran ese buen rumbo cayó 63%, el más bajo en 13 años, y el año pasado subió al 67%, siete puntos por debajo del promedio. Pero al alcalde Gutiérrez eso ni lo toca ni lo mancha. El año pasado la satisfacción con la ciudad también se ubicó tres puntos por debajo del promedio que ha mostrado entre 2008 y 2018. Y la percepción de inseguridad subió cinco puntos entre 2017 y 2018, por algo parece completaremos cuatro años de aumento en homicidios y el abril que se acaba será el mes más violento en los últimos cinco años. Aunque el 68% de la gente dice sentirse segura en su barrio, un estudio reciente en 247 barrios y 67 veredas revela que en el 80% del territorio se pagan vacunas. Y solo el 13% de la gente está contenta con la calidad del aire en una ciudad donde entre 2012 y 2016 más de 7200 personas murieron por enfermedades respiratorias agudas. Y si hablamos de la educación entre 5 y 17 años, que el 51% considera el aspecto fundamental de la calidad de vida, la satisfacción con los colegios públicos es del 68%, el nivel más bajo desde 2008. A esto le podríamos sumar la crisis más grande en la historia de EPM, el mayor referente público de la ciudad. Queda entonces el misterio frente a los milagros que produce el piso 12 de La Alpujarra.  




miércoles, 24 de abril de 2019

Plata y humo





Hace noventa años los soldados norteamericanos asignados a custodiar el Canal de Panamá quemaban su tiempo junto con los moños de cannabis que crecían en esa tierra fértil y lluviosa. El verde militar siempre ha combinado bien con el verde de los cogollos y las hojas dentadas. De esa relación surgió el primer informe del ejército sobre la hierba, donde decía que no había “evidencia de que la marihuana, tal y como se cultiva en la zona del Canal, sea una droga que cree hábito o tenga una influencia apreciablemente deletérea sobre el individuo que la consume”. Esas palabras no cayeron bien entre los prohibicionistas que prefirieron otro informe recién presentado por un médico de New Orleans, y acogido por el fiscal de distrito de esa ciudad en un artículo titulado “La marihuana como fomento del crimen”. Desde esos tiempos, Estados Unidos se ha debatido en contradicciones entre evidencias médicas y necesidades políticas, entre pasto para la histeria moral y fundamentos legales.
Hoy se presentan nuevas contradicciones. Más de diez Estados, incluido Washington D.C., han aprobado el uso recreativo de la marihuana, y una encuesta de Gallup realizada hace un año dice que el 64% de los gringos apoya la legalización de la hierba. Incluso entre los republicanos el 51% dijo estar de acuerdo con el final de la pelea de policías y jueces contra consumidores. Pero mientras el estado de Colorado recauda 700.000 millones de pesos cada año en impuestos a la industria del cannabis, y compañías como Coca-Cola, Whole Foods y Trader Joe´s están listas para entrar al prometedor juego del cannabis, los negros y los latinos encerrados por simple posesión de marihuana se cuentan por miles en las cárceles de Estados Unidos. Llevar una mota encima fue la causa del 88% de los arrestos relacionados con la marihuana entre 2001 y 2010 en ese país. De los cerca de un millón y medio de arrestos por drogas cada año en Estados Unidos, el 41% está relacionado con la marihuana. Por algo el exfiscal general Jeff Sessions dijo en 2016 que “la gente buena no fuma marihuana”.
De modo que ya han aparecido activistas y políticos para exigir que quienes han sufrido años de persecución por su relación con el moño tengan un papel preponderante en el creciente negocio. Pero las cosas funcionan distinto, los negros y los latinos van a la cárcel y los blancos con poder a las juntas directivas de las “empresas verdes”. El caso paradigmático de esa lógica que cambia con la caja registradora es el de John Boehner, expresidente republicano de la Cámara de Representantes. El mismo congresista que votó contra la marihuana medicinal en Washington en 1999 y se declaró un “firme opositor” a la legalización en 2011, aceptó el año pasado una silla en la junta directiva de Acreage Holdings, una compañía de cannabis con presencia en once Estados.
En Colombia pasan cosas parecidas. Mientras el ministro de defensa le declara la guerra a los consumidores y alardea con 251.000 dosis destruidas en seis meses, se acoge con gusto a los canadienses y sus inversiones para el negocio de la marihuana medicinal. La marihuana tiene entre nosotros la condición de ángel cuando se acompaña de la hoja del arce canadiense y de demonio cuando está envuelta en el bolsillo. También aquí los empresarios más conservadores, los que aplauden con gusto el decreto de Duque y les parece una exageración que alguien pueda tener 19 matas en una terraza, se creen ahora los dueños de esas sustancia milagrosa y peligrosa. La cogen con guantes y la miran con una temerosa codicia. Para ellos el Ministerio de Comercio y las virtudes de la salud, para los consumidores la rehabilitación o la policía.


miércoles, 17 de abril de 2019

Violencia oscura





La violencia en Medellín sufre extrañas paradojas. El promedio de homicidios de los últimos ocho años suma algo más del 10% del promedio de muertes violentas en los años macabros de la década del noventa, cuando murieron más de 45.000 personas asesinadas en la ciudad. Sin embargo, esa gran disminución de la violencia no ha servido para hacerla más comprensible, menos etérea y difusa, más fácil de combatir. Parece que todo el aprendizaje de los diversos tipos de ilegalidad se hubiera hecho más certero y silencioso, se hubiera repartido geográficamente y alejado de las ideologías, mezclado con las rentas legales y naturalizado en muchos barrios de Medellín. Una indescifrable amalgama, comprimida y gris, que decreta guerras puntuales y pasajeras por el dominio de algunas comunas y corregimientos.
El informe Medellín, memorias de una guerra urbana publicado en 2017 por el Centro Nacional de Memoria Histórica, hace un recorrido que intenta identificar los principales actores y momentos de una violencia cambiante. Un primer periodo desde mediados de los sesenta hasta comienzos de los ochenta marcado por los ajustes de contrabandistas y los alardes de sangre de los marimberos. Todo complementado por los organismos de seguridad (B2, F2, DOC, DAS) dedicados a la persecución a líderes de izquierda y organizaciones sociales señaladas de acercarse a las guerrillas. El Estatuto de Seguridad amparó esas matanzas “oficiales”. La llegada del MAS como reacción al M-19 hizo que se ligaran grupos de justicia privada y organismos de seguridad.
Luego, entre el 82 y el 94 vendría la mezcla de todos los males. Auge miliciano en varios sectores de la ciudad y la posterior retoma paramilitar, la consolidación del poder de Escobar (sus sicarios mataron 153 policías en tres años), el surgimiento de todo tipo de grupos de limpieza social, la guerra del Estado en compañía de otros narcos para vencer a Escobar. Más de ochenta carrosbomba estallaron en la ciudad en menos de una década. Las mezclas fueron tan bizarras, que en algunos barrios los milicianos llegaron a proteger policías de los sicarios de Escobar. Una gran confusión en la que sin embargo los grandes actores estaban muy claros.
Desde mediados del noventa hasta la primera década del siglo XXI todo se comenzó a asentar. Las Convivir le dieron un parapeto de legalidad al control de los paras en el Centro de la ciudad, se peleó cuadra a cuadra entre paras y una segunda generación de milicias en los barrios y Castaño y Don Berna asumieron las herencias de Pablo Escobar. Medellín fungió de gran capital paramilitar y la primera desmovilización del proceso con las AUC lo mostró muy claro.
La salida de Don Berna del juego llevó al enfrentamiento entre Sebastián y Valenciano que marcó hace 10 años el último gran pico de homicidios. Ahora se habla de 350 bandas en Medellín, de 4.000 jóvenes vinculados a una criminalidad que recoge rentas por extorsión en el 70% de la ciudad, vigila los bordes del Valle de Aburrá (este año los corregimientos suman el 20% de los homicidios), ejercen a la brava de proveedores de productos legales, manejan las plazas e imponen sus reglas, amedrentan y matan cuando aparecen los “desmadres”. Las bandas se han convertido en “contratistas menores” de los grupos armados del orden nacional, las sombras que asoman desde Bello en el Norte, Envigado en el Sur, y el Bajo Cauca y Urabá un poco más lejos.
El alcalde Federico Gutiérrez ha entrado, en lenguaje y terreno, a mover dominios en los barrios, a atacar algunas estructuras consolidadas. Lo reconocen voces en el crimen y lo muestran las capturas y bajas. Muy seguramente completará cuatro años de aumento en homicidios. Caen cabecillas cada vez más agazapados y temporales y se desorganiza el crimen. Algunos en las laderas ruegan porque no les cambien el combo, extrañan la “estabilidad ilegal”, piden que se queden los malos conocidos. Mientras tanto, la Fiscalía tampoco entiende, solo el 15% de los homicidios terminan en condena.

martes, 9 de abril de 2019

Ocaso del mandamás




Para el mandamás un mínimo déficit de poder se convierte en frustración. No logra entender cómo los hechos suceden según un gusto caprichoso y ajeno, cómo el mundo se empecina en desobedecer. El amo recuerda los tiempos felices cuando la realidad se acomodaba a sus designios. Ahora ese mecanismo de mando se ha roto y no queda más que la furia, los golpes desesperados del chófer contra el volante.
Antes la desobediencia se pagaba con las monedas de la persecución y las diligencias de los capataces. Bastaba señalar para que los verdugos oficiosos hicieran su trabajo. Pero los dominios se han ido reduciendo a su rancho y su rebaño, y el jefe pierde la paciencia con facilidad, se descoloca y se ve algo ridículo en su trono honorario. Se ha dedicado a incordiar, ha pasado de ser el ave sobre el espaldar del trono a la simple ladilla en el cojín del mismo. Incomoda, rasca, pincha con aguijón.
Pero si el mundo no obedece será necesario un pequeño incendio, una obligada tempestad, una masacre aleccionadora. El superior se dedica entonces a incitar, le quedan sus discursos alebrestados seguidos de sus sermones pausados, algo de cólera adornada con un poco de mansedumbre. El reino no obedece como él quisiera pero quedan suficientes vasallos para azuzar. Y está el odio. “¿Cuántos seguidores arrastra tras de sí la incertidumbre? Arrastra solo el odio, que sabe lo suyo”. No necesita esfuerzo cuando acude a ese recurso, lo tiene siempre a la mano.
Pero lo más triste es el infierno de sus ahijados, de sus príncipes recién adoptados. Todo comienza con un gesto de reprobación y las exigencias imposibles de la institutriz. Un poco más tarde ya se ha convertido en el superior del regimiento. Ya no son solo órdenes, empiezan a aparecer los castigos y las humillaciones: flexiones, carreras, silencios impuestos. Cuando declara la traición definitiva, cosa inevitable frente a quienes van unos pasos más allá de sus caballos, llega la hora de fustigar. Son los tiempos de la obsesión ante las declaraciones, los gestos, las decisiones del señalado impostor. Ya no habrá tregua. Cambiará las siglas de su partido y comenzará una nueva embestida. No se puede negar que a pesar de la distancia del trono usurpado parece disfrutar su papel de implacable inquisidor: señala, atosiga, agobia. Y vuelve sobre el pasado, recuerda sus hazañas y sus agallas, el mundo dócil y ordenado que logró construir no sin esfuerzos y sacrificios, sobre todo ajenos. Ahora parece un reflexivo y nostálgico rey Lear, y repite sus palabras desde la silla de montar: “Yo soy un hombre contra quien han pecado más de lo que él pecó”.
Al final, los triunfos se convierten muy pronto en derrotas. Donde se buscaban revanchas algunos partidarios pretenden conciliaciones. A medida que él se endurece todos parecen demasiado blandos, demasiado cobardes. No es el momento para intentar apaciguamientos ni proponer acuerdos. Nadie puede explicarle que cuando quiere mandar sobre el país como manda sobre su escritorio, “no hará sino volcar tinteros y aumentar más aún la confusión al querer arreglar las cosas”.

martes, 2 de abril de 2019

Democracia blanda





La Constitución exhibe cierta infalibilidad. Una suerte de crudeza en sus costuras, una solemnidad que rodea sus mandatos y sus maneras, un decoro que sugiere consideración igual para todos. De eso se trata lo que llamamos democracia: la credibilidad en un amparo común, una especie de comunión cívica, la confianza en un nudo que otros tramaron. Pero la letra es frágil, los humanos leen según sus gustos, el miedo impone urgencias distintas y las formas siempre pueden esperar. Además, en las cabezas menos dotadas del reino “las virtudes crecen salvajemente”.
Desde el primer discurso comenzó a notarse. El hombre del gobierno en el Congreso se inauguró con una arenga iracunda, una advertencia, una venganza, una admonición. Siempre son peligrosas las intenciones de quienes saben tienen una primera y última oportunidad. De modo que si no puede convencer con sus argumentos, el jefe del parlamento esconde dos artículos que no le gustan de una ley o retrasa su firma temblorosa de escolar que sabe convertida en contraseña indispensable.
Luego, un fiscal señalado por la opinión pública decide defenderse con las herramientas del político intrigante que ha sido siempre. Olvida la necesidad del gesto impasible que le otorga su poder sobre los ciudadanos. Nada más peligrosa que un fiscal obligado a ser su propio abogado defensor. En el Congreso se despojó de su máscara y acusó a sus contradictores, señaló a sus acusados, repartió el cinismo que solo se le acepta a un discursero inofensivo. No contento con infundir temor, decidió acercarse a un gobierno desvalido, servirle de filo a un presidente demasiado blando. Ahora no se contenta con las leyes que acompañan su tarea de acusar, quiere más penas para todos. O al menos mayores amenazas.
En las calles la Constitución puede ser un simple libro pirata, una cartilla no tan magna para una tarea escolar, incluso puede ser vista como “la bicha esa”, según la expresión de un vecino que después de muerto todavía infunde temores y mueve electores. El código de policía puede resultar por encima de la Constitución. Porque así lo han decidido quienes tienen la pistola al cinto y las esposas a la mano. Ahora no hay amparo garantizado: el capricho, el resentimiento y los prejuicios dictan quién tiene derechos y quién debe someterse. El más humilde operario de la democracia termina imponiendo sus reglas no escritas. Los derechos quedan limitados a las ventanillas de quejas, a la suerte de un privilegio, a la resignación del pronto pago o la noche en custodia. El gobierno autista o cómplice no dice nada frente al abuso de su fuerza, parece que también le teme a sus policías, o comparte algo de su resentimiento y su furia.
En las pantallas oficiales también se ven algunas señales no gratas. Un funcionario de tercera decide defender al soberano más allá de sus facultades. No le gustan las críticas a una ley, solo concibe el canal de la obsecuencia y exige el destierro de las dos de la mañana para las palabras del ingrato que no quiere comer en la mano del amo. Parece que el presidente tiene demasiados defensores de oficio, inspira una cierta necesidad de cuidado.
También la confusión atenta contra las certezas democráticas. Cuando el jefe de Estado tiene jefe las cosas se complican. Se cantan decisiones antes de que la instancia definitiva haga la seña indicada, el presidente se retracta en alocución severa y la audiencia se confunde. Los ministros no entienden, el Congreso no copia, los funcionarios tiemblan frente a las llamadas del poder tras del trono, los países aliados se conduelen.
No sabemos cuánta fragilidad puede suponer un atril presidencial que cojea, un gobierno que no mira al frente sino abajo y deja ver el temor que le inspira la altura de sus ocho meses de ejercicio.