martes, 25 de septiembre de 2007

Un poco de patria, un poco de droga





La mal reputada Colombia ha cultivado en las últimas décadas una nueva obsesión, una angustia adolescente que la distrae y la tortura. No pasa una semana sin que se duela por lo que se dice de ella y sus gentes en el exterior. Todos los días intenta pulir su imagen internacional y revisa con devoción, como un horrendo Narciso, su cara en el espejo de los periódicos del mundo. Intenta pulir los modales de sus asesinos y sus traficantes con hazañas de ciclistas y patinadores, con trofeos de cantantes, caminatas de modelos y robustas exposiciones.
Hace unos años el complejo de patria maldita nos llevó hasta extremos patéticos. Resulta que en Italia se pusieron de moda unas camisetas con leyendas que recuerdan a Pablo Escobar y su oficio. Los jóvenes comenzaron a salir a la calle con el nombre del capo más sanguinario de la historia en sus espaldas: “Cocaína de Pablito”, “Pablo Escobar – El duro”, “Narcotráfico”, “Brazo de la muerte”. Imagino que los muchachos caminaban con aire de Corleones con semejante respaldo, desafiando al mundo con El Patrón en su T-shirts. Jugando a los chicos malos por la módica suma de 30 Euros.
A Colombia no le gustó el chistecito. La única mula que reconoce internacionalmente es la de Juan Valdez. Y a Catalina Sandino. Tanto que el portavoz de la embajada en Roma presentó una queja ante el gobierno italiano por considerar que la narco-colección constituía una apología del delito. Además, la embajada regaló 1000 camisetas con un dibujo de Fernando Botero para contrarrestar la imagen negativa de la moda que eligió como icono a un mafioso brutal. ¿Pensaría el embajador Fabio Valencia en el cuadro que el maestro Botero donó al Museo de Antioquia donde se representa la muerte de Pablo Escobar? ¿Sería ese el elegido para la indignada campaña de reivindicación nacional? ¿Se habrá quejado el gobierno italiano cuando a Pablo Escobar le dio por bautizar su sabana africana en Doradal con el nombre de Hacienda Nápoles?
Algunos buses en Medellín tienen en la plaqueta que anuncia sus recorridos el Barrio Pablo Escobar como destino. Es extraño ver ese nombre marcando un lugar de la ciudad. Pero no se trata de incitación a la violencia o de apología del delito, es sólo un hecho cumplido, el recuerdo de una realidad extravagante y atroz. Será imposible que Colombia niegue la paternidad de un mito sangriento y que su nombre no se asocie con el de su forajido más célebre, pero no le corresponden vergüenzas por haberlo padecido. Sólo un desorden y un dolor que nadie entiende. Incluso podríamos recriminar a los ciegos puritanos que nos han embarcado en una guerra contra demonios de polvos y yerbas. Yo sé que las embajadas aburren por momentos y que las visitas a los museos cansan. Pero el celo de la delegación colombiana por la vestimenta de unos jóvenes escandalosos es un síntoma de falta de oficio que raya en la ridiculez.
Y así estamos todos, cargando un complejo adolescente y agitando banderas y logros nacionales. Diciéndole al mundo que no somos tan malos como ellos creen. Regalando flores y frutas. Mostrando el mapa, las mochilas y los sombreros de iraca. Pintando mariposas amarillas, ensalzando vacunas dudosas y entregándoles las llaves de nuestras ciudades a cronistas deportivos. Regalando tintos y porros a dos manos.
Ahora el asunto acaba de renovarse con un documental sobre Colombia rodado por un nieto de Luis Buñuel. Se han visto apenas dos minutos de su correría y ya estamos de nuevo avergonzados hasta los lamentos. La embajadora Noemí Sanín ha prometido invitar al atrevido con toda su familia a Colombia para mostrarle algún parque natural y demostrarle así que se equivoca de cabo a rabo. La camioneta blindada de Wilson Borja es la locación que se alcanzó a entrever, y según dice Eduardo Escobar, el hombre del sombrero retrató al país con un perfil cercano a la Camboya de Pol Pot. “Las carreteras de Colombia se cierran a las cuatro de la tarde y las calles están vacías a las nueve de la noche bajo el imperio del terror”, dice el señor Borja. Es claro que ahora tenemos un nuevo enfrentamiento entre quienes se dedican a vender retratos hablados de nuestros males y virtudes. De un lado están los que se sienten en las calderas del infierno y del otro los pregoneros de milagrerías, para tomar prestadas las palabras del poeta. Colombia se convirtió en la patria de Uribe Vélez, en su realización, su hija tuntunienta; y se habla de ella para condenar o canonizar al padre fundador de hace cinco años. Y ya sabemos que los partidarios convencidos son buenos sermoneros y malos retratistas.
Pero a mi juicio el verdadero problema de la mala imagen colombiana, de nuestras vergüenzas perpetuas, no está dado por lo que dicen los diarios extranjeros y las gentes extranjeras. Al fin y al cabo los periódicos son una colección de estruendos y es lógico que algunos de los nuestros salpiquen algunas segundas páginas. Tampoco nosotros sabemos de Ucrania mucho más allá de su candidato a la presidencia supuestamente envenenado por el gobierno. Suponemos entonces un país de espías despiadados. El verdadero problema lo planteó hace poco un libro de Eduardo Posada Carbó titulado La nación soñada. Allí queda claro que los colombianos pensamos de Colombia cosas mucho peores que las que intuyen los más enconados de nuestros críticos internacionales. Y la postura que nos condena tan fuertemente no viene de las clases populares, como una respuesta espontánea e irracional al mensaje los noticieros de televisión, proceden por el contrario de lo que Posada Carbó llama “los eruditos”: Escritores, pintores, comentaristas de opinión y académicos, entre otros.
En el 2004, Fernando Botero, luego de donar una serie con cuadros de algunos de nuestros momentos más trágicos, dijo con tono de pesadumbre por el exceso de tema: “La tragedia que atormenta y agobia a Colombia es de tal magnitud que ha invadido mi trabajo”. En 1960 García Márquez afirmaba con contundencia: “La novela de la violencia es la única explosión literaria de legitimo carácter nacional que hemos tenido en nuestra historia.” Luego de una exposición sobre arte y violencia en el Museo de Arte Moderno de Bogotá un profesor de colegio le diría a un periodista que había salido con miedo, y remataba: “tanto de mí mismo como de lo que nos hemos convertido como sociedad”. Según Posada Carbó hemos confundido los retratos de la violencia con la identidad nacional, como si fueran un espejo de nuestra personalidad bárbara. Y por esa vía nos hemos resignado a autoinculparnos como una “sociedad enferma y asesina”.
Los periódicos de todos los días, los nuestros, no los foráneos, repiten la condena en tono lírico o indignado. Comencemos por el extremo del incendiario mayor. Fernando Vallejo ha dicho en sus días de aire tierno: “Colombia es un desastre sin remedio. Máteme a todos los de las FARC, a los paramilitares, a los curas, a los narcos y los políticos, y el mal sigue: quedan los colombianos”. Pero no son sólo los arrebatos del pirómano. Eduardo Escobar un poco menos drástico ha repetido hasta el cansancio su sentencia: “Somos un país asesino dedicado al corazón de Jesús”. Y si quieren revisar el diario de hoy encontraran una condena de segunda instancia: “Para confirmar la melancólica verdad, es decir, que los colombianos nos matamos cada día desde la primera estrella hasta el último sol en una orgía fraternal…” Para pasar del diagnóstico nadaísta a las palabras de uno de nuestros anfitriones de hoy, oigamos a Héctor Rincón luego del terremoto de Armenia: “Cuando no somos nosotros lo que nos canibalizamos, es el dios de los colombianos que nos está recordando que lo merecemos”. Y si el dios nos castiga con razón, el editorialista de El Espectador con alma de curandero moderno, pregunta por la posibilidad de encontrar los genes “en particular que inciden en nuestra propensión a las masacres y el secuestro”. Pero estoy dejando por fuera a un implacable de vieja data. Alberto Aguirre grita desde su tribuna de Cromos: “Qué vergüenza pertenecer a esta sociedad, estar aquí incrustado”. La responsabilidad individual ha terminado entonces por diluirse en medio de las los cantos y los lloros de las culpas colectivas. Luego del collar bomba que mató a Elvia Cortés en el año 2000. Antonio Caballero escribió en su columna: “Da lo mismo conocer la identidad de los asesinos ya que en el fondo aquel era el collar de la muerte, que como una guirnalda de flores, nos vamos colgando los colombianos los unos a los otros en un ritual macabro.” Lo clave era aceptar que ese collar lo colgaron “unos colombianos u otros colombianos, y si no, los colombianos restantes”. Incluso un presidente en su discurso de posesión, dijo citando a nuestro Nóbel: “Nos matamos unos a otros por la ansias de vivir”.
Así que mientras peleamos porque nos dicen mafiosos en el exterior, nos empeñamos en graduarnos de asesinos sin remedio en el interior. Todos al tiempo, sin diferenciar entre las víctimas y los victimarios. Un estudio realizado por Myriam Jimeno Santoyo, citado por Posada Carbó, concluyó que al contrario del discurso erudito que se empeña en la patología social y la tara colectiva, en los sectores populares la violencia se identifica con un “origen personal”, con problemas que tienen un contexto cierto y unas causas con posibilidades de ser descubiertas.
Un estudio más reciente, realizado por la Universidad de los Andes y en particular por Mauricio Rubio, sugiere que la violencia “impulsiva y rutinaria”, esa que nos condena a todos como asesinos en potencia, como ciudadanos irascibles que disparan como si parpadearan, es el menos extendido de nuestros males. Y que por el contrario las muertes de nuestras cifras oficiales están dadas por “la consolidación de unos pocos, muy pocos, criminales y agentes violentos con un gran poder, ante los cueles el ciudadano se siente amenazado, inerme y desprotegido”. Y la cifra final para la reflexión es bien diciente. Si cada uno de los homicidios que se comenten en el país es ejecutado por una persona distinta, apenas el 0,1% de la población sería homicida.
Creo que la invitación de Posada Carbó a pensar en un concepto de nacionalidad que pueda desligarse de la cantaleta del país enfermo y homicida, es un gran punto de partida para identificar nuestros males verdaderos, para pensar en las culpas ciertas y no en cantos generales a nuestra maldad general. Nada peor que un país que se autoflagela sin reflexión al interior mientras se disculpa con aires patéticos en el exterior.
En este momento la ciudad más violenta de nuestro país es Buenaventura. Y eso no convierte a sus habitantes en unos malvados repentinos. Solo nos dice que los grupos armados tienen intereses claves en esa región, y que los envíos de drogas desde el pacífico han convertido a Buenaventura en una encrucijada donde los mafiosos cobran y pagan con vidas.
Estará bien entonces terminar esta pequeña reflexión con una anécdota inicial del libro de Eduardo Posada Carbó. Cuando una señora en una cena elegante en la Universidad de Oxford, al saber su nacionalidad le preguntó: “¿Cuándo van a ustedes a dejar de de matar a nuestros jóvenes con sus drogas?” Posada Carbó quiso responderle con serenidad inmarcesible: “¿Cuándo van ustedes a dejar de consumir drogas y de financiar así a las organizaciones criminales responsables de tanto asesinato en Colombia?”. La cordialidad exigía otra respuesta y Posada Carbó se fatigó en explicaciones, hasta que al final uno de los asistentes a la cena, ya cansado, le dijo: “Lo felicito por su patriotismo”. Tal vez la respuesta lejana a la cordialidad sea una de nuestras nuevas obligaciones, y tal vez debamos volvernos desvergonzados para desprestigiar la lucha impuesta contra las drogas que nos obliga a nuestras mayores desgracias. Si la cocaína flota en la atmósfera de las ciudades europeas como no va flotar en nuestros ríos de frontera. Escoltada por unos cuantos cientos de muertos.
Es tiempo de que respondamos a nuestras inquietudes internas y a los cuestionamientos que vienen desde afuera, con la premisa inicial de una frase sencilla y soberana que nos enseñó el historiador Jaime Jaramillo Uribe: “Somos un país americano de termino medio con predominio de la orientación civil del Estado y la política”. Y ojala sigamos siéndolo, sin dejarnos empujar hacia supuestas salvaciones, hacia terapias para enfermos, por culpa de la mala conciencia colectiva, la vergüenza y el lirismo repetido que nos condena sin razón y sin recato.

4 comentarios:

Juan David Escobar dijo...

Muy completo su análisis don pascual. Se puede partir desde cualquier posición, y manteniendo la coherencia y sinceridad, uno diría cosas muy parecidas a las expuestas por usted. Hay que mirarnos y entendernos al tiempo. Somos y estamos al ritmo del chisme, del mito, del corrillo, de la nada, de la simple y mera especulación. Quizá seamos asesinos y espectadores inmutables por la costumbre, por la mera inercia... Somos unos pusilánimes.

Sergio Alejandro Henao dijo...

Hermano, no puede dejar uno de ver algo esperanzador en lo que escribe. hasta dan ganas de repetir esa patetica frase que rodaba en los medios hace algun tiempo que decia "los buenos somos mas".
Lo cierto es que si los buenos en algun caso no son mas, al menos no lo somos todos. Entre poquitos se puede remediar algo.

Pascual... esta tierra confio en que alguna vez se levante, como decia el brujo "creo en el hombre, pero como fango de donde habrá de brotar una nueva humanidad".

No cito eso textualmente, pero es mas o menos así.

suerte.

Suescun dijo...

"Me desesperan los reproches que suben en mi contra mi patria, a quien amo tanto. Y casi no la puedo amar, porque alla viven esos animales que se parecen al hombre apenas en la corrupcion.
Nada tan horrible como los companeros de patria. Nos hacen sufrir mucho. Yo tengo verguenza de mi patria, cuando leo los periodicos de alla. Como no odiarlos, si me hacen avergonzar de mi patria?
En realidad, per se, la patria es ilusion, pero en la relitividad, es el suelo de que nos nutrimos para levantarnos y florecer en los espacios. Hay que se patriotas (terrenales), para llegar a celicolas."
Fernando Gonzalez, Salome, Palabras rodantes, pag 46.
Queria compartir este fragmento del libro Salome, del escritor Fernando Gonzalez, pues me parece ir a corde con lo escrito por Pascual. Espero sea un buen complemtento para la lectura. Gracias Pascual por tan buenos escritos.

hoolian dijo...

mas colombianos deberian leer esto