Los pleitos de
las últimas semanas me han hecho recordar al personaje de un amigo pinta monos,
un infante que frunce el ceño aunque no esté en edad de hacerlo. El
caricaturista lo bautizó con un puchero por medio de su lápiz y con una especie
de epígrafe en el título de su historieta: “El niño que no sabía reír”. Galopa
furioso en su caballo de palo, presta el helicóptero que le regalaron a su
amigo maldadoso, no logra entregar el regalo en las piñatas… El niño sufre de
las incontinencias de su ira, quiere someter a todo el salón a sus rabietas y
ve un insulto detrás de cada cuchicheo y cada sonrisa cubierta.
Alguna vez dijo
Daniel Samper Pizano que Klim “hacía todo lo que escandaliza a los partidarios
de que nadie ofenda a nadie”. Es curioso que entre nosotros esté creciendo esa
audiencia que lee el humor, o los intentos de humor, así sean vanos, con el ojo
atormentado de quien intuye venganzas y añora ofensas para desatar su bilis.
Parece que el niño gruñón del que les hablo hubiera contagiado con su rubiola a
buena parte de sus amigos y seguidores temerosos. Se entiende que el poder mire
con recelo el humor y sea vulnerable al ridículo que siempre roza con sus
gestos y sus figuras pulidas con la lima de la ambición. Pero parece increíble
que la sociedad entera se infecte con ese humor amargo.
Tal vez para
dejar mejor sabor en la boca sea necesario recordar a un grande del humor a
comienzos del siglo XX en Colombia, uno que decía mirar el espectáculo de la
vida por lentes cóncavos o convexos, que “desfiguran un poco el mundo, y al
desfigurarlo lo colman de atractivos”. Lo decía Ricardo Rendón en un reportaje
en la revista Cromos de 1930 y remataba con una puya deliciosa: “Los buenos
epígrafes tienen el aguijón forrado en miel.” A pesar de la miel sus críticas a los gringos,
a los curas y a los godos le valieron amenazas de excomunión, demandas por
calumnia y visitas a inspecciones de policía. Una de sus caricaturas, “Prometeo
encadenado”, muestra a unos chulos de bonete picoteando a una Colombia agónica
y sangrante.
-¿Está usted
calumniando a la iglesia con esa caricatura, señor Rendón?, le preguntó el
inspector.
-No -respondió
él-. Son unos chulos comiendo de un muerto. Una escena muy común en el campo
colombiano.
-¿Y por qué le
puso bonete a los chulos
-¡Es que se ven
tan bonitos!
Es lo que les
pasa a los poderosos cuando se enfrentan al humor con las amenazas de los
jueces y las cárceles. Muestran su temor y se ven un poco más grotescos que en
el ejercicio normal de sus afanes. A un senador antioqueño de la época al que
Rendón molestó con su látigo, un colega, prendado del espíritu burlón, le dijo
para tranquilizarlo: “No te calientes, Chato, que de la caricatura a la estatua
no hay sino un paso”. Una frase que también podría tranquilizar a senadores
antioqueños de nuestros tiempos.
También Klim y
Osuna vivieron sus escenas de la rabia contra la risa. Klim fue retado a duelo
por Jorge Mario Eastman por el remoquete de Stayfree
que le chantó. Le puso ese nombre de toalla higiénica por estar muy cerca de lo
mejor pero no ser lo mejor, según se dijo en la época. Y su vicio de cargar
contra López Michelsen y los negocios de tierras muy rentables de su hijo (que
francamente recuerdan nuestros tiempos) hicieron que el presidente amenazara
con renunciar si continuaba lo que hoy llamamos bullying. Osuna por su parte mereció los insultos por interpuesta
persona de Guillermo León Valencia, los sudores de Samper y los despeluques de
Barco por señalar a su esposa de gringa en tiempos de Frechette.
No queda más que
añorar a Belisario quien alguna vez, recordando a Osuna, dijo con su tono
sacerdotal: “Gracias por sus urticantes aunque sonrientes lecciones”.