En Colombia las decisiones sobre política antidrogas han sido sobretodo
un asunto de apariencias frente a los electores y los “aliados” extranjeros, de
reflejo frente a una realidad violenta que desbordó al Estado, de populismo protector
frente al miedo generado por el fantasma de la propaganda y la desinformación. Desde
el ejecutivo se han ideado campañas, se han impulsado leyes y reformas
constitucionales y se han cerrado los ojos ante las evidencias de fracasos y
políticas contraproducentes. Prohibir sin mirar la realidad, perseguir sin
mirar los resultados, condenar sin mirar los culpables. Ha corrido mucha coca,
se ha quemado mucho moño, se han desteñido los carteles, ha cambiado la lógica
en Europa e incluso en Estados Unidos, y la mentalidad de buena parte de
nuestras autoridades todavía se rige por el Estatuto Nacional de Estupefaciente
de 1986.
Las Cortes, tanto la Constitucional en 1994, como la Suprema en 2016, han
puesto límites racionales y apegados a los derechos al afán carcelero de los
sucesivos gobiernos. La despenalización de la dosis mínima en 1994 fue una de
las obsesiones del gobierno Uribe que llevó hasta una reforma constitucional en
2009 para prohibir el porte y consumo de estupefacientes, salvo prescripción
médica. Un canto a la bandera de “la mata que mata” porque en últimas esa
prohibición no implica pena ni tratamiento obligatorio como bien lo dijo la
Corte Constitucional.
Ya durante el gobierno Santos, un predicador de nuevos enfoques cuando
habla en foros internacionales y un conservador duro cuando habla en Colombia,
se aprobó la Ley de Seguridad Ciudadana (2011) que impone penas de prisión a
quien “lleve consigo” cualquier sustancia estupefaciente, psicotrópica o drogas
sintéticas reseñadas en el vademécum de la ONU. El año pasado la Corte Suprema
no sólo afianzó el respeto judicial a la dosis mínima sino que amplió el rango
de las cantidades a lo que llamó “dosis de aprovisionamiento”, de modo que en
ocasiones una cantidad que supere por poco la dosis personal no necesariamente
debe implicar una pena. Se entiende que es una conducta que solo afecta a quien
porta la droga para consumo propio y por tanto no implica peligro para la salud
pública, el bien jurídico protegido en este caso.
A pesar de lo anterior, en Colombia fueron detenidos 984.106 ciudadanos
entre 2001 y 2015 por el delito tipificado en el artículo 376 del código penal,
que describe las conductas y las penas para el tráfico, fabricación y porte de
estupefacientes. Los datos los entrega un reciente informe del CEDE de la
Universidad de los Andes donde se analiza el costo fiscal de la guerra contra
portadores y traficantes. La mayoría de esas capturas terminan en preclusión o
arreglos con la justicia. Solo el 1.7 % de los capturados acaba con una
sentencia condenatoria y una pena efectiva en prisión. No es una lucha contra
el narcotráfico ya que la mayoría de las capturas, el 73% de las efectivas
entre 2010 y 2014, se dieron por porte de cantidades menores a 200 gramos de
marihuana o basuco. Si hablamos de las capturas por porte de cocaína el 70% son
por cantidades menores a los 30 gramos. Se puede decir que una buena porción de
los presos por el artículo 376, bien sean condenados o sindicados, más de
26.000 ciudadanos, están encerrados por conductas que solo hacían daño a ellos
o que están lejos del poder violento de grupos dedicados al narcotráfico.
Durante 15 años el Estado ha gastado 10 billones de pesos en esas persecuciones
muchas veces injustas y casi siempre ineficaces. Todo sigue obedeciendo a la
lógica de recompensas para los policías por su cacería infructuosa en las
esquinas.
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