miércoles, 13 de noviembre de 2024

El perreo moral

 

Nueva versión de '+57': modificaron verso que sexualiza a las niñas de 14  años

 

Le temo a esa escrupulosa crítica a la vulgaridad. La misma que prende sus alertas, según preferencias estéticas, regionales o generacionales, para ejercer el linchamiento, proponer la censura y condenar el mal gusto y la inconsciencia de algunos perdidos. La vieja tendencia a señalar la decadencia del mundo y la cultura cuando las listas de lo más visto no nos acompañan. El mundo suena tan mal hoy, los jóvenes no se concentran, lloran día de por medio y adoran a unos desadaptados que recuerdan nuestros peores tiempos: ¡Nuestros hijos o sobrinos o indeseados adolescentes visten y cantan como los pillos! Y consumen drogas y se atreven hasta a cantarlo. Le hacen coro a las pepas y al moño y al tusi. Necesitamos hablar de las drogas, pero tampoco así sin filtro.

Mi cédula deja claro que no soy guardián del reguetón. Pero tengo una hija de 17 años que me ha “inculcado” su estridencia alardosa, sus bambas y su flow adornado de billete. Y esos porno compositores que mueve al perreo. Pero todos sabemos que no es una experiencia doméstica, el reguetón es omnipresente en nuestros días. Y se resiste a claudicar. No importa lo básico, explícito, tonto o repetitivo que nos puede parecer.

Pero quiero ejercer una defensa mínima de sus miserias. Inspirada en las críticas inquisitoriales del fin de semana contra +57 como contraposición a las ideas de cómo se debe “vender” el país. El vocalista de Doctor Krapula dijo este fin de semana que invitaba a los artistas a cambiar la visión y la historia que tenía el mundo de este país. Los rockeros en busca de la promoción nacional suenan muy Procolombia. Algo así como “aquí no se habla de Bruno”. Leí a históricos del rock hablando del deber de cantar a las mujeres trabajadoras.

Algunos resaltan la estética narca del género. Mucha de nuestra música no ha estado lejos de lo ilegal, bien sea de frente o cañando, por amistad o por estética. El vallenato le cantó de sobra a la bonanza marimbera, la salsa ha gustado del puñal, la música popular sabe de sobra de la sangre de casa y cantina. Creo que el reguetón es el más impostor de los géneros que cantan a los escenarios de la violencia. Más en el cuento que en el rollo. Pero igual, hace su semblanza criolla.

Otra crítica tiene que ver con el consumo de drogas en plena letra. Apología al consumo y hasta al narcotráfico dijeron algunos. Los amigos incondicionales de Diomedes y el Joe están aterrados. Las drogas están en las calles, en los bolsillos, en el menú diario en las páginas, pero en las canciones es el colmo. El rock que invitaba a las drogas era inspirador, revolucionario y el sexo libre era otra cosa. Consumir pero sin consumismo.

El abuso a menores. El centro del asunto. Algunos han llegado a decir que es incitación y que podría haber un delito. No pocos han recomendado la censura. Unos más piden la clasificación moral de las canciones como en el cine de los ochenta. “Una mamacita desde los ‘fourteen’”. La línea de la discordia. ¿Un llamado al abuso, una justificación? ¿Se puede hablar del tema? ¿Solo en los foros de protección? ¿Las canciones deben omitir esa realidad, cantar solo en clave prevención?

Estoy seguro que esa satanización de un género musical es inútil para proteger a los menores. Y que responde más a juicios estéticos, gustos generacionales y pruritos morales. Muchos quieren canciones edificantes, que nos hagan presentables bajo el +57, que muestren lo bueno del país, que no mencionen la realidad sexual cada vez más temprana de nuestros adolescentes. Taparse lo oídos. Por momentos la indignación se parece a la que se hizo a la aberración del mambo en los años treinta. Cantar a las discotecas del siglo XXI puede ser muy preocupante. Gente muy variada en el karaoke de la condena y la irrealidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 30 de octubre de 2024

Barrer bajo del tapete

 

 



 

Las cosas empezaron con los primeros alardes de limpieza. Las fotos oficiales daban cuenta de rincones inmundos de la ciudad ahora convertidos en esquinas respetables. Incluso se mostraban muros antes “vandalizados” que ahora lucían el gris oficial. Para la administración actual de Medellín tapar los grafitis significa recuperar el espacio público. Todos es mugre menos los logos institucionales.

Luego comenzaron a publicitar su tarea de levantar los cambuches de los habitantes de calle como un triunfo institucional. Mostraban las fotos de los cartones, las tablas, el reciclaje, todo ese menaje de miserias, arrumado en una volqueta y celebraban la victoria contra el mugre. Un útil sinónimo de la maldad. Es la pelea más fácil y más rentable para el poder municipal: una cuadrilla de funcionarios de chaleco, un grupo de policías, dos comunicadores y comienza el rodaje. Un triunfo para la histeria de las redes y la favorabilidad, pero inútil para la sociedad y peligroso para quienes viven en la calle bajo su propia sombra. Desde esas primeras fotos fue muy claro un señalamiento a los habitantes de calle como usurpadores, “no tienen absolutamente nada, pero nos roban el espacio y ensucian el aire”, parecía ser la consigna.

Medellín tiene una larga y triste historia de “limpieza social”. Tal vez el ejemplo más macabro llegó con el grupo “amor por Medellín” entre 1987 y 1993. La campaña cívica que había sido orgullo a comienzos de los ochenta fue apropiada por un grupo paramilitar, acompañado de agentes estatales, para nombrar sus purgas. El año pasado el artista Santiago Rodas mostró en una exposición esas coincidencias involuntarias que dicen tantas cosas de nuestros esfuerzos cívicos y asépticos.

El año pasado fueron asesinados 49 habitantes de calle en la ciudad. Eso es el 13% del total de homicidios de 2023. El crecimiento con respecto al 2022 fue del 116%. Este año, según datos oficiales, han sido asesinados 22 habitantes de calle, un 9% del total de homicidios hasta la fecha. En Medellín sobreviven 8.000 personas en las calles, un número creciente como en todas nuestras ciudades, y las autoridades están obligadas, muy a su pesar, a hacer esfuerzos para al menos impedir que sus declaraciones y señalamientos aumenten los riesgos sobre sus vidas. El paso de levantar el cambuche a levantar el cadáver puede ser muy corto.

Las cosas empeoraron con los ataques de habitantes de calle a carros y motos lanzando piedras desde algunos puentes. Cuatro personas han sido asesinadas este año en medio de esas agresiones terribles. La alcaldía tiene la obligación de actuar contra esos asesinos, sin duda, y de ejercer controles frente a una población vulnerable que muchas veces implica problemas de convivencia e inseguridad.

Pero las campañas oficiales que asocian automáticamente a drogas y delito a los habitantes de calle, que los criminalizan y los levantan en medio de la noche con ejército y policía, solo podrán lograr violencia indiscriminada contra las personas más vulnerables de la ciudad. Asociar toda la “economía de subsistencia” con las drogas muestra ignorancia además de una gran injusticia. La alcaldía de Gutiérrez recuerda nuestro código penal de 1936 cuando la mendicidad y la vagancia era delitos. Así como el hábito no hace al monje, la cobija roñosa no hace al asesino.

El alcalde Gutiérrez debería pensar que sus palabras y campañas pueden alentar la limpieza social como ya lo hemos visto en algunos videos. Exponer unas vidas con un discurso y unas acciones que resultan ineficaces para proteger a otras, es el más grande fracaso de quienes ejercen el poder público.

 

 

miércoles, 16 de octubre de 2024

Perder la carga

 

 

Todo depende del nivel de energía de nuestros aparatos: teléfonos, computadores, vapos, carros, bicis asistidas… Los cables son nuestro polo a tierra, “he visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, cabezas de ángel abrasadas por una antigua conexión” para cargar sus teléfonos.

Los aeropuertos son campos de batalla por los tomacorrientes, se cambian tres sillas por un enchufe, los pasajeros se acuestan en el suelo en busca algo de batería. Se ven algunos refugiados en las capillas de El Dorado o Palma Seca cerca de las paredes y lejos de Señor. Una nueva secta. Y ese pavor a perder el cable, la gente guarda su seguro de pila en bolsitas de algodón, los ladrones piden rescate por cables robados y se venden como cigarrillos menudeados en chazas, centros comerciales, caspetes, clínicas, colegios, cementerios, peluquerías… No hay establecimiento de comercio donde no se venda un cable para el celular.

Todos nos hemos visto en la angustia de mirarnos en el espejo negro del celular muerto, hundiendo el botón de encendido de manera compulsiva, en un intento de reanimación, con la necesidad urgente de un capítulo, una conversación, una tarea, un chisme, una pelea… No olvido el relato de unas niñas españolas de quince años, angustiadas cuando Instagram perdió su vida durante casi un día. No encontraban a sus amigas, no podían ver las historias de la vida imaginada, ni siquiera ellas podían definirse muy bien con sus historias suspendidas. Cuando estamos sin carga, todos somos un poco esas adolescentes a tientas con su Instagram en pausa, con su cable roto y sus ventanas cerradas, encerradas en el maldito mundo fuera de la pantalla, esa realidad tan indescifrable, tal difícil de abarcar sin guías y sin likes. Al mundo exterior es muy duro darle me gusta.

Mi teléfono se apagó por un descuido en la mañana. El trabajo en ocasiones nos lleva a la irresponsabilidad de olvidar la carga. Era la una de la tarde y estaba en ceros. Me había tomado dos tintos, mi carga estaba en 70% y el teléfono apagado. Lo conecté y lo abandoné luego de tener la absoluta certeza del rayito que indica estamos en camino de reestablecer nuestra relación. Y tomé el sucedáneo de un libro aplazado. Una mente bien ajardinada, se llama esa mezcla de ensayo e historia personal de una psiquiatra con tijeras y regadera. Un encomio de los tiempos y la lógica de las plantas, de su crecimiento y muerte, de su floración y sus caprichos solares. Raíces y redes neuronales, algo de autoayuda bien abonada, si se quiere, pero mucho de buenas historias vegetales.

Cuando volví a mirar, mi teléfono estaba en el 33%. Había leído cerca de 25 páginas y me dio por regar las matas del modesto jardín del balcón. La manguera, me perdonarán en tiempos de sequía, es una de las mejores terapias que existen. En fin, regué las matas, aunque debí escribir plantas, y arranqué algunas hojas secas y limpié la palomilla insoportable en las hojas de un croto en recuperación. Ahora la carga estaba en 46%. Decidí dejarlo apagado y me fui a preparar el tercer tinto del día y a lavar algunos platos que mi miraban con sus ojos de agua grasosa. La carga daba por 69%, tal vez debo comprar un nuevo cable, y ya estaba un poco ansioso por la riña de X y la avalancha del WhatsApp. Pero me resistí a prenderlo y me aburrí un rato en el balcón. Ahí, sin tinto, sin libro, sin manguera, sin celular. El teléfono llegó a 100% y lo prendí, me alumbró con sus colores deslumbrantes, con la foto de unos tréboles rojos que tengo de fondo de pantalla. Su tiempo de carga me había dado un nuevo tiempo.

 

miércoles, 9 de octubre de 2024

Las barras mansas

 

Barras bravas de Nacional amenazan de muerte a la dirigencia

 Barra Brava on X: "LETRAS DE CANCIONES - REXIXTENXIA NORTE - INDEPENDIENTE  MEDELLÍN 👉 https://t.co/a4JLFrs20w https://t.co/zgFI9sF3gW" / X

Las barras son gueto y familia, pandilla y refugio, son religión y negocio, fiesta y tropel. Y muchas veces una pequeña radiografía de nuestros barrios y sus filos, de sus jerarquías de esquina y sus viajes reales o alucinados. La tribuna es la calle pura y dura. Pero el vidrio de las cabinas todo los distorsiona y desde las redacciones deportivas casi siempre se simplifica y generaliza con descalificaciones inútiles: “Delincuentes disfrazados de hinchas”, “vándalos”, “matones”, “bandidos”, “asesinos”. Y como ocurre tantas veces se clama por el código penal y la cárcel como única solución.

Tratar como un simple asunto delincuencial el tema de las barras es una apuesta al fracaso. En todas partes del mundo las barras tienen un incentivo que las hará irresistibles para muchos, una promesa para algunos de los jóvenes que no tienen nada qué perder ni donde escamparse. Pasa en Colombia como pasaba en Inglaterra. Algunos testimonios de ex integrantes de los Hooligans describen a los pelaos que ‘piratean’ en las carreteras de Colombia persiguiendo sus colores: “De repente tienes una nueva sociedad, un nuevo equipo, porque uno crece con las reglas de otros, las de tus padres, las de la escuela. Y de pronto tú estás haciendo las reglas”. Reglas nuevas y lealtades sagradas y peligrosas, los trapos son trofeos y los rivales enemigos. Para una “primera línea” de las barras la gresca es más importante que el juego, el rival es enemigo y el odio a la bandera local ahora es más importante que la pasión por la propia: “Luego de la pelea te sientes frenético por semanas. Todavía siento una cosquilla cuando pienso en eso. Quieres tener más y más, porque se vuelve excitante, es adictivo".

¿Proscribir o integrar?, es la gran pregunta que se hace en todas partes. El ejemplo de siempre sobre el éxito de la mano dura viene con la ‘Dama de hierro’ y la Inglaterra de los ochentas. Cámaras en los estadios, condenas penales, grupos especiales de policía y fiscalía contra los Hooligans. Entre 1985 y 1989 murieron 194 personas en estadios en tres tragedias provocadas por hinchas ingleses en Bruselas, Shefield y Bradfor. Para muchos la medida de verdad efectiva fue multiplicar por tres el precio de las boletas y sacar a los jóvenes de los barrios populares de los estadios. ¡Que peleen afuera!

Entre nosotros es una solución imposible. Las barras ponen cerca de una tercera parte de la taquilla de los grandes clubes y si los sacan con precios no habrá quién los reemplace. Esa purga sería una buena manera de acabar la violencia y el fútbol criollo.

Argentina es el ejemplo de una “estabilidad” problemática. Las barras han adquirido una gran importancia fuera de los estadios. La política, el crimen organizado, el manejo de los clubes, la influencia sobre el sistema judicial hacen parte de su poder más allá de la tribuna. Manejan todos los negocios afuera de los estadios, incluido el microtráfico, en ocasiones cobran por traspasos de jugadores, son dueños de la reventa. Han llegado muy lejos.

En Colombia hay historias exitosas de relación entre barras, equipos y administraciones locales. Las barras pueden ser una herramienta de integración, pueden compartir responsabilidades con autoridades en los estadios, pueden adquirir compromisos y autoregularse. Esa idea se sacarlas del juego solo las hará más radicales y muy seguramente les dejará en manos de los combos y la crimen. Si el Estado veta su organización y su desorden, si solo cree en los gases y la tanqueta, siempre habrá quien aprecie su lealtad y constancia, su furia y su mano de obra barata. La indignación de cabina no es una buena consejera para entender el aguante de la tribuna.

 

Barras bravas en el fútbol son un negocio en Colombia