El desplazamiento al interior de las ciudades entrega la mejor
radiografía del poder armado en nuestros barrios. Los homicidios, los robos, las
extorsiones se encargan de señalar ciclos de criminalidad, esquinas peligrosas,
guerras por el control del territorio. Pero la expulsión de decenas de familias
de un barrio, sea por goteo o en estampida, deja ver complejidades y riesgos
casi siempre inadvertidos. En ese desajuste que implican los trasteos a
destiempo, salen a relucir intercambios entre la economía legal y la ilegal,
complicidades entre los combos y los poderes políticos que manejan presupuesto
participativo, disputas entre clanes familiares que han manejado las plazas
durante generaciones, sometimientos de una pandilla a su rival para salir con
el estatus de desplazados. El Estado se ha demorado para entender que no se
trata de un juego de policías y ladrones sino de un complejo ajedrez, donde
muchas veces la figura de la policía ni siquiera es vista como digna de ocupar
un puesto en el tablero.
Medellín es entre las capitales la ciudad con más retos y más experiencia
en el tema. Desde 2007 un acuerdo del Concejo regula la política pública para
prevención del desplazamiento y atención a las víctimas. Una oficina municipal
con cerca de noventa funcionarios se ocupa de la atención y el acompañamiento a los desplazados. Un
chaleco rojo es su única defensa contra la determinación y las notificaciones de
los asesinos. En los últimos cuatro años las cifras no han parado de crecer en
la ciudad. De los 2657 registrados en el 2009 se pasó a 9941 desplazados de sus
barrios el año pasado.
El fenómeno entraña paradojas para huir del triunfalismo policial y
desconfiar de algunas cifras que a primera vista resultan alentadoras. Muchas
veces la captura de uno de los “Duros” puede causar la salida obligada de su
círculo cercano: no solo familiares y compinches sino amigos tenderos, jóvenes
utilizados como jíbaros, adolescentes relacionadas con sus hombres…; en fin,
todo un círculo social que, por complicidad, obligación o necesidad, gira
alrededor de los “dueños” del barrio. En ocasiones la reducción de homicidios
también coincide con la hegemonía de uno de los actores armados, entonces
comienza la huida de quienes no quieren plegarse a ese nuevo poder que exige
rentas, hijos para las vueltas o hijas para el entretenimiento. Detrás de la
salida de los desplazados está la violencia subterránea: reclutamiento,
desaparición forzada, torturas, acoso sexual. Las historias están contadas en
informes hechos por la alcaldía de Medellín entre 2010 y 2011.
A pesar de todo el último caso de desplazamiento masivo en el
corregimiento de San Cristóbal, en las montañas del Occidente, deja un espacio
a la esperanza. Después de las fotos de los soldados y policías haciendo los
acarreos llegaron los funcionarios de la oficina de atención a víctimas. Lo
primero fue cuidar a los perros y alimentar las gallinas de quienes dejaron sus
casas. Lo segundo fue dormir con las doce familias que aguantaron el miedo
inicial. Luego orientar a la policía en la manera de llegarle a la gente, pegar
avisos de protección especial en las puertas de las casas recién abandonadas,
llevar de la mano a toda la administración hasta donde las casas de La Loma en
San Cristóbal. La presencia del Estado y algunos símbolos nunca usados fueron
efectivos: el 95% de las familias han regresado. Una foto vergonzosa, y hasta
injusta, sirvió para mover al Estado y proteger a la comunidad bullanguera que
ha vivido desde hace siglos en La Loma.