Esta
semana se cumplieron 25 años de la sentencia de la Corte Constitucional que
descriminalizó el porte y consumo de la dosis personal de marihuana, cocaína y
metacualona. Antes del fallo de 1994 los ciudadanos que fueran sorprendidos con
una provisión para consumo personal en sus bolsillos podían ser condenados a
penas de prisión o sometidos a tratamientos obligatorios. La decisión
mayoritaria (el fallo fue 5-4) se tomó basada en la defensa de la autonomía
personal y el libre desarrollo de la personalidad, en la necesidad de reconocer
la libertad de los ciudadanos mayores para elegir lo que es bueno o malo para
su vida, mientras su decisión no afecte los derechos de los demás. La idea es
que la virtud no puede ser impuesta bajo amenaza de prisión, parece sencillo,
pero bien sabemos que no lo es.
La
sentencia marcó una muy buena ocasión para ensayar una mirada más atenta, más
inteligente y pragmática sobre los problemas de consumo de drogas en el país.
Una oportunidad para cuestionar la histeria moral, para evaluar los beneficios
de la penalización y la eficacia de los discursos de los carceleros más allá de
la política electoral. Era el momento para reconocer que el Estado, por férreo
que se pretenda, no puede dirigir ciertos comportamientos individuales y que un
mundo libre de drogas es solo un eslogan imposible. Este mes Portugal ha
recordado los 20 años del inicio de una política pública que se centró en dejar
de mirar a los consumidores como delincuentes, reconocer la diferencia entre
consumos cotidianos, habituales y problemáticos, pensar más en la atención que
en el juzgamiento y mirar más lo indicadores que los sermones.
Portugal
no tiene una legislación muy distinta a la aprobada en Colombia para “corregir”
el fallo de 1994. Tiene sanciones administrativas para el porte y consumo en
espacios públicos y sus políticas de reducción del daño están por detrás de las
que se han tomado en Suiza, España u Holanda, que tienen salas de consumo controlado
y apoyan el testeo de drogas por parte de particulares para orientación y
seguridad de los consumidores. Pero el cambio significativo vino por parte de
la sociedad, de los policías y jueces, de los familiares de los adictos y los
encargados de algunos servicios sociales y la atención en salud. Y de la
prensa, incluso.
No se
cumplieron las profecías de los alarmistas, los adictos son más o menos los
mismos, quedó claro que el aumento o disminución del consumo depende más de
auges o crisis económicas que de las leyes y los decretos, y que poner una
barrera policial frente a consumidores y adictos solo aumenta la ignorancia y
los problemas. En Portugal el consumo de heroína y cocaína pasó de afectar el
1% de la población al 0.3%, los adictos con enfermedades como el VIH y la
tuberculosis han caído hasta la mitad y la población carcelaria por delitos
relacionados con drogas bajó un 30%. Los adictos saben que el Estado llega en
la camioneta del SICAD (Servicio de Intervención de Comportamientos Adictivos y
Dependencias) para prestar atención e incentivar usos responsables, y no en la
patrulla de policía que decomisa y maltrata.
Mientras
tanto Colombia sigue con las recetas y la percepción pública, gubernamental y
mediática de hace 30 años. La policía tiene a los consumidores como prioridad, y
el ultraje y la discriminación social como conducta preferida. Ya sabemos que los
jóvenes más vulnerables son el 80% de los capturados por un simple sesgo
policial. Y tenemos 90.000 capturas relacionadas con drogas cada año, pequeños
trofeos para que los agentes cumplan con las metas de su planilla, capturas que
en su mayoría son simples escarmientos que no llegan siquiera a una imputación.
Solo el 10% terminan en condenas. Hace un mes el ministro de defensa celebraba
la destrucción de 251.000 dosis mínimas, imposible avanzar con esa mentalidad
al por menor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario