miércoles, 3 de marzo de 2021

Cubrir las placas

 




En Colombia podemos estar tranquilos respecto a la imparcialidad política de la Policía Nacional. Los tiempos de pájaros y chulavitas son historia patria y estamos lejos del SEBIN, la policía política que creo Chávez mirando la efectividad del Servicio de Inteligencia Peruano de Fujimori en los noventa. La policía colombiana por el contrario responde a una lógica de autoprotección, de encubrimiento institucional más allá de lealtades partidistas o ideológicas. Se podría decir que son un cuerpo autónomo, una muestra exitosa de “descentralización” en medio del Estado, y un ejemplo de compromiso colectivo con 148.000 placas.

Dos casos emblemáticos de menores de edad asesinados por policías en Bogotá, muestran lo que puede significar la búsqueda justicia contra los uniformados, hechos mafia cuando advierten una amenaza penal.

El 25 de febrero pasado se declaró culpable a Néstor Julio Rodríguez Rúa, miembro del Esmad, por el asesinato de Nicolás Neira hace poco menos de 16 años. Nicolás tenía 15 años e iba por primera vez a una manifestación ciudadana para conmemorar el primero de mayo. Rodríguez Rúa le disparó por la espalda el proyectil que contiene un gas lacrimógeno. Una semana después el joven murió por el golpe en la base del cráneo. Yuri Neira, su padre, ha dado una batalla legal que implicó veinticuatro detenciones, dos golpizas, un allanamiento, tres atentados y el exilio. Recogiendo el cadáver de su hijo, el siete de mayo en Medelina legal, dos camionetas de la policía con civiles intentaron llevárselo, seguro pretendían darle más el paseo que el pésame. La cadena de mando de Rodríguez Rúa intervino en los intentos de encubrimiento y la Fiscalía buscó y llegó a acuerdos intentado beneficiar al victimario. Entre los principales parapetos están Fabián Mauricio Infante Pinzón, formador del Esmad, y el mayor retirado Julio Cesar Torrijos.

El próximo 19 de agosto se cumplen diez años del asesinato de Diego Felipe Becerra a manos del agente Wilmer Antonio Alarcón. Al joven de dieciséis años se le impuso la pena de muerte por portar dos aerosoles en su morral, uno azul y uno naranja fosforescente. Al lugar donde quedó el cuerpo llegaron muy rápido, admirable su sentido de urgencia, tres coroneles, un teniente, tres abogados y seis agentes. Llevaron un arma y consiguieron dos testigos para inculpar a Diego Felipe en el supuesto robo a una buseta. Gustavo Trejos, el padre de crianza del menor, comenzó su lucha contra la manipulación y las pruebas falsas. Dos generales (incluido el subcomandante de la Metropolitana del momento), seis coroneles, cuatro tenientes, doce agentes y seis civiles se comprometieron en la farsa que buscaba justificar el homicidio. El policía que disparó fue condenado seis años después de los hechos pero el mismo día un juez lo dejó libre por vencimiento de términos y sigue prófugo. Las amenazas y los seguimientos han sido las compañías del Estado durante el duelo, tanto que Gustavo Trejos habla como un hombre que mira el miedo con desaires: “Desgraciadamente el día de mañana algo puede pasar, uno tiene que estar preparado”.

Un dato publicado hace poco por La silla vacía confirma que para lograr condenas contra la policía se necesita la coraza de dolor que deja un hijo muerto y el aguante de largo aliento de quienes encuentran una causa imposible de abandonar. Entre 2016 y 2020 se presentaron 7491 denuncias ante la fiscalía por delitos supuestamente cometidos por uniformados de la policía. Hasta el momento no hay una sola imputación y el 70% de los casos están inactivos. No hay duda de que la policía se cuida muy bien.

 

 

 

 

 

 


1 comentario:

Jack123 dijo...

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