Es temerario buscar actualidad, trazos que correspondan al presente, en una historia contada hace casi ciento cuarenta años. Mucho más cuando quien narra es un joven de veinticuatro que acaba de cruzar el océano para llegar a un país desconocido, al que mira con ojos asombrados y prejuicios bien dispuestos. Pero me tomaré el atrevimiento porque algunos apartes obligan a trazar ese hilo con el pasado, a buscar lo que podemos llamar una idiosincrasia persistente, y porque quien escribe es Rudyard Kipling, quién dieciocho años después de estos esbozos de viaje recibió el Premio Nobel de Literatura con apenas cuarenta y un años.
América se titula el libro que reúne sus crónicas de viaje por los Estados Unidos en 1889 y que fueron publicadas en el diario The Pionner que circulaba en la India. Kipling estaba cansado de ser un periodista malpago en un medio oficial y tomó un barco que lo llevó desde la India hasta el extremo oriente para terminar en San Francisco, su puerto de llegada desde donde emprendió un viaje de costa a costa por los Estados Unidos.
La narración comienza en los salones del Ciudad Pekín, el barco de su largo periplo. La política y la marea ocupan la conversación y aparecen las palabras contra los inmigrantes, Kipling anima la charla con su animadversión contra los irlandeses y uno de sus compañeros va un paso más allá: “En nuestro caso concedemos a cualquier canalla que venga del otro lado del charco los mismos privilegios que nos hemos dado a nosotros mismos. En eso nos equivocamos. Y nos lo agradecen haciendo estupideces. Entonces les pegamos un tiro”. La conversación continúa sobre las fatigas de esos castigos y cómo resulta imposible educar esa chusma, entre la que se incluye a alemanes, italianos y judíos. Mexicanos y chinos están en otra esfera, solo aparecen en una pelea a muerte jugando el póker en un sótano inmundo y en otras carnicerías. El libro también esta colmado de extrañeza por el patriotismo delirante de los americanos, por su creciente presunción y el énfasis de muchos en ser “americanos, americanos”. Sin mancha, o al menos con ya olvidadas contaminaciones. En California encuentra una sociedad venerable llamada “Hijo Nativo del Dorado Oeste”.
En las tabernas de tierra firme Kipling sigue hablando de política y llega la clientelismo. El exceso de elecciones, dice, logra que los taberneros manejen una buena casta de desocupados que son grandes electores. Unas cuantas cervezas son suficientes, son los “parlamentos de taberna” los que mueven las elecciones y los nombramientos que vienen después y dejan la plata. Compra de votos y venta de puestos.
En esas tabernas el 50% de los hombres van armados, dice el jove Kipling aterrado con la facilidad de los disparos y la tranquilidad de los periódicos, que condenan la “ferocidad” de italianos y chinos mientras registran los homicidas locales como protagonistas de una anécdota en medio del progreso.
Cuando habla de republicanos y demócratas deja claro que “ambos concuerdan en creer que la otra parte está arrastrando a la creación –es decir a América– a las rojas llamas del infierno”. Lo que llamaríamos polarización. Al momento de emborracharse ambos partidarios mencionan la palabra arancel, “que no entienden pero que consideran baluarte de la nación, cuando no su más potente factor de destrucción.” Siempre los republicanos quieren más aranceles que los demócratas, confirma.
Luego de una semana de cenas exclusivas, Kipling saca una conclusión con la ayuda de sus contertulios: un hombre con cuatro millones puede ser inteligente y divertido, a un hombre con ocho hay que evitarlo y “el hombre de veinte millones no es más que… Veinte millones”. No importa que sea el presidente, se podría agregar hoy.
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