A simple vista Providencia es una roca tranquila habitada por cuatro mil
quinientos hombres y mujeres con más patria en el mar que en la tierra. Como
todo pequeño pueblo vive entre chismes cifrados y escándalos de pacotilla. Los
turistas, con la careta recién puesta, solo logran ver los colores por debajo
de la superficie mientras las señas, las mañas y las vueltas con el arpón pasan
desapercibidas. Allá todos tienen la misma sangre y la misma bilis, se pueden
abrazar en las tardes y disparar en las noches, se emborrachan con la misma
botella y se dan palo con los bastones negros del vudú. Los paquetes de coca,
la promesa de un bulto con dólares en la orilla, la brújula millonaria que
apunta a las costas de Honduras han hecho que ese sencillo corral de impulsos
adolescentes, ese infierno maravilloso, adquiera un aire truculento. Lo que
hace décadas fueron historias tribales aptas para un libro de viajeros del
siglo XIX, o para las observaciones de un sociólogo principiante, hoy podrían servir
para unos capítulos de El Capo caribe.
La isla recibe el ripio de disputas que deja su vecina San Andrés. Allá se esconden los narcos acosados por sus enemigos o llegan de fiesta cuando las
discotecas se ponen pesadas en la isla que se pretende hermana mayor, y allá se
buscan capitanes con experiencia y marinos jóvenes con ambición de hacer sus
primeras rutas por recompensas menores. En Providencia todo es más manejable,
más manual, por decir algo: las cuentas se llevan en cuadernos, los 'rinconeros' (pescadores) firman la factura para comprar la gasolina de los barcos cargados,
los viejos saben la ruta de las lanchas de ida y de los paquetes de regreso
cuando aparece la Armada y hay que tirarlos al mar, los buzos salen con una red
para las langostas y una caleta para el “coso” (un paquete de un kilo) que
pueda aparecer en el camino. En Providencia el narcotráfico no tiene el ritmo
frenético que muestran las películas, es solo un sopor que abarca a toda la
isla, una esperanza que llama a la paciencia y a la intriga, a la traición y a
la aventura.
Pero en Providencia no hay lugar para los capos. Los viejos que se
enguacaron hace años limpiaron sus dólares con un lote o una farmacia, otros
salieron para Nicaragua, Jamaica o Bahamas cuando la cosa se puso fea, y los
aparecidos desde San Andrés, Antioquia o la Costa Atlántica saben que tienen
una escala para tanquear y una lista de capitanes pero no un reino. Los códigos
de honor de Providencia, la conciencia de dueños de los raizales hace muy
difícil el control. De modo que los pelaos no comen cuento y llevan su arma al
cinto para no dejarse someter de ningún recién llegado en una Fortuner. Y
cambian sus balas como si fueran láminas repetidas y disparan al aire como
quien quema una papeleta. En ocasiones basta mostrar las pretinas relucientes
para que la disputa quede en tablas. Mientras tanto los policías juegan el más
triste de los papeles. Desembarcan en medio del recelo general, confunden los
saludos con los insultos y se dedican a retener motos por la revisión técnico-mecánica
y a perseguir a quienes queman hierba en las playas.
Hace unos meses fue encontrado muerto un joven en uno de los bosques de
la isla. Tenía señales de tortura y todo indica que se trató de un torcido con
una lancha que salió desde unos manglares en la noche. Eso nunca había pasado.
La inocencia armada puede estar corriendo riesgos en Providencia.