En 1996 trabajé durante un semestre en
la Corte Constitucional. Era el modesto trabajo de un auxiliar judicial ad
honorem, nombre algo pomposo para un supernumerario que hacía su práctica
universitaria a cambio de un carné que era a la vez una pequeña dignidad. Mi
trabajo consistía en seleccionar tutelas que podrían ser relevantes para una
posible revisión del máximo tribunal constitucional. Tutelas que buscaran la
protección urgente de un derecho fundamental o que plantearan un dilema legal
digno del seso de los magistrados. Las carpetas naranjas de las miles de
tutelas iluminaban las tardes silenciosas en los despachos de la Corte. Allí todo
tenía un aire reverencial. A toda hora parecía que se estaba trabajando en la
redacción de tesis complejas, que se intentaba iluminar las preguntas más
difíciles sobre los individuos y la sociedad. La Corte era una especie de
facultad de filosofía con la facultad de influir sobre el poder del Estado y
algunas encrucijadas humanas. Yo intentaba respirar un poco de ese aire solemne
y trascendental pero me ahogaba, algunos de mis compañeros ad honorem lograron “proyectar”
fallos menores mientras yo buscaba salida hacia la casa que guardaba la
tragedia de J. A. Silva, un poco más arriba de la Plaza Bolívar.
Estaba asignado al despacho de
Alejandro Martínez Caballero. Lo vi dos o tres veces, caminando sin
aspavientos, dejando caer dos palabras, como un profesor ensimismado. Lo miraba
con el temor que impone el respeto desmesurado. Hoy parece increíble pensar que
a la Corte llegaron personajes que empujaban la revisión de tutelas a cambio beneficios económicos. La intriga política y
los negocios particulares comenzaron a rondar los pasillos de las Cortes. El
cinismo sustituyó el debate, algo de los pulsos del Congreso contagió a las
salas plenas, los embates del ejecutivo llevaron a las Cortes a los aprietos
partidistas. Lo demás lo hizo el apetito de algunos magistrados, la lógica
clientelista bajo la majestad de la toga. Al menos los congresistas sonríen en
sus vallas para que uno sepa a qué atenerse, pero los magistrados torcidos se
esconden bajo el gesto severo y el discurso abstruso de los fallos. Solo queda
repetir que el tiempo pasado fue sin duda mejor.
Dos años antes de ese trabajo en la
Corte me fui a hacer un experimento de estudiante entusiasta en un programa
llamado Opción Colombia. Se trataba de llevar a universitarios hasta municipios
apartados donde su conocimiento crudo se pudiera estrenar en tareas útiles.
Trabajé en el Plan Nacional de Rehabilitación en el Huila, en más de 15
municipios. Mi tarea consistía en impulsar mecanismos de conciliación en algunas
comunidades. Sobra decir que aprendí más de lo que aporté. Conocí funcionarios
con una mística que recordaba a los mejores misioneros posibles. Apoyaban el
liderazgo comunitario, vigilaban las obras, hacían el quite a los grupos armados
y peleaban contra la más primaria de las manzanillas electorales. Para eso les
bastaba un jeep destartalado, algunas planillas, una aversión a las oficinas y una
voluntad suficiente para jalar a esa mula resabiada que encarna al Estado casi
siempre. Había partidismo, sí, pero era más un telón de fondo que un
protagonista de sañas e intrigas.
Esas han sido mis únicas dos
experiencias en las oficinas públicas. Una silenciosa y pensante, parecida a la
academia; otra con los ruidos electorales, mística y plaza pública. Tal vez
tuve demasiada suerte en mis rondas de practicante; tal vez las salas de las
altas cortes y muchos despachos municipales pasan por una racha inmunda.
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