La rebatiña lleva
siglos en esas montañas. Oro y pólvora han marcado la rutina en el norte de
Antioquia desde hace más de 400 años. Segovia y Remedios son viejos “campamentos”
donde han cambiado los dueños y los vasallos, las herramientas y los mitos,
pero no las maneras de pelear y defender las vetas y los socavones. Una
epidemia de viruela obligó a trastear el entable de Nuestra Señora de los
Remedios hasta el sitio del actual municipio en 1594. Detrás llegaron más de
2000 esclavos traídos desde Cartagena para calmar una de las grandes fiebres de
oro durante la colonia. Las primitivas reglas de minería en la zona las dictó
Gaspar de Rodas, según dicen. La primera, “Los derechos y las riquezas del
subsuelo pertenecen al soberano”, no se cumple hoy cuando la Gran Colombian
Gold es dueña del subsuelo, sin límite alguno y a perpetuidad, en un terreno de
cerca de 3000 hectáreas. Esa “soberanía” de los canadienses no ha terminado con
la batalla por más de 400 kilómetros de pasadizos bajo una montaña de oro.
Luego de unos
años de decadencia el oro de la región también entregó sus frutos para la
campaña libertadora. Lo escribió Santander en una de sus cartas a Bolívar: “… es
la Provincia desde donde todavía no he recibido un solo reclamo por los empréstitos,
reclutas y ordenes fuertes, y le llevamos sacado cerca de cuatrocientos mil
pesos en barras de oro..”. Las cuentas a mano alzada convierten esos pesos en
cerca de una tonelada métrica de oro. Todo estaba listo para el desembarco de
los ingleses. En 1830 Antioquia producía el 50% del oro del país y los ingleses
ya habían traído la geología, la hidráulica, los reactivos químicos y los
taladros. A mediados del siglo XIX se inscribe el nombre de la Frontino Gold
Mines y suenan las minas que todavía hoy dan guerra y oro en Segovia: El
Silencio, Manzanillo, Marmajito, Córdoba, Cogote. Esta última es la misma que
hoy explota la Gran Colombia Gold bajo un régimen que hace más de veinte años
hizo escribir a Michael Hill Davey, un inglés nacido en el campamento de
Marmajito, una sentencia de buena ley: “En realidad la suerte de los barequeros
y trabajadores rasos poco ha cambiado, solamente han cambiado de patrones
explotadores”.
Davey era un
minero extraño, más enamorado de las selvas que del oro, amigo del gran
botánico Richard Evans Schultes y geógrafo de profesión. Como escritor
aficionado dejó un libro sobre las gestas y las estridencias de los mineros en
la zona, lo llamó Oro y selva, Relatos
del nordeste. Las historias se mueven entre la caricatura y el mural que busca
exaltar la vida de ingleses y lugareños. Cuando relata un bochinche a mediados
del siglo XX luego del hallazgo de un apogeo, “un cogollo muy rico en oro
encima de un filón”, parece que describiera el tropel que hemos visto por televisión
durante el último mes. Las palabras del primero que llega son muy dicientes, “respeten
hijueputas que este pedazo aquí es mío. Y llegaron sus compañeros machuqueros a
ayudarle a defender la parcela, llegaron las mujeres y los familiares de todos
y el boleo ya fue horrible a punta de barras, picas y palas”. Al llegar el
gerente de la Frontino, el alcalde y el comandante de la base militar, “encontraron
3000 personas en el sitio el cual hervía de gente como si fuera un hormiguero
perturbado, ranchos de plástico y pilas de madera por todas partes…” Los
socavones de los machuqueros amenazan con alcanzar la gran mina Cogote, y el
gerente entrega su diagnóstico: “No veo cómo vamos a desplazar esa gente de
aquí, haciéndolos desocupar, sin crear un grave estado de orden público. Esta gente
no se va de aquí, se hace matar primero”. La Gran Colombia repite la historia
con avaricia renovada y la gente está hasta el cogote.
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