Entró por una vía alterna cercana a la pista del aeropuerto Olaya
Herrera. Era un camión corriente de cabina amarilla, acostumbrado a cargar
cebollas desde Ocaña o papa desde Samacá. Tenía encima un contenedor blanco con
pequeño golpe en una de sus esquinas superiores. Solo dos letras negras le
concedían al camión y su carga un aire de importancia, un valor más allá de esa
apariencia de acarreo corriente: UN. Me quedé mirando el camión con asombro,
nadie entre los pasajeros que caminaban a tomar sus vuelos reparó en el
contenedor blanco y las dos letras escuetas. La avalancha de noticias, muertos,
negociaciones fallidas, experiencias personales, cháchara política, elecciones,
secuestros, ajusticiamientos y discursos que me suscitó la imagen, impidió que sacara
el teléfono a tiempo para tomar la foto de ese momento insignificante de un
hecho significativo. Una parte de las armas de las Farc pasaban a mi lado
camino a la fundición definitiva. Hasta hace poco esa caravana de camiones era
una ficción, un anhelo viejo y esquivo. Es seguro que ese mismo camión estuvo
parado en un retén guerrillero en Valdivia, San Francisco o Yarumal hace unos
años.
Pensé en la paloma de la paz de las épocas de Belisario, pintada en una
calle del barrio Santa Fe en Medellín, que sobrevive desde el 26 de agosto de
1984. En la masacre de Segovia en 1988 de la que salvó la alcaldesa de la época
Rita Tobón y que dejó 43 muertos. En los tiempos ya lejanos en los que José Obdulio
Gaviria era un dirigente de izquierda con el movimiento Firmes. Recordé, por supuesto,
las cruentas tomas de las Farc en los noventa -Miraflores, La Uribe, Puerto
Príncipe, Patascoy y Mitú- que dejaron cientos de uniformados muertos y una lista
de 245 soldados y policías secuestrados, quienes sufrieron durante años el tire
y afloje de acuerdos humanitarios, canjes, liberaciones unilaterales y actos de
buena voluntad. Eran los tiempos en los que Fabio Valencia Cossio, como
presidente del Congreso, proponía una ley de canje y el presidente Pastrana
decía estar listo para apoyar la iniciativa. Años antes, en 1997 durante el
gobierno Samper, ya se había dado un canje luego del despeje de más de 13.000
kilómetros por parte del ejército en Caquetá. En ese momento las palabras
negociación y conciliación tenían un valor especial.
El camión se parqueó al lado de dos grandes helicópteros que de inmediato
recordaban la Operación Jaque y el gran momento de la Seguridad Democrática en
los gobiernos sucesivos de Álvaro Uribe. Fue la efervescencia ciudadana frente
a los abusos de las Farc y muy seguramente el impulso para que el presidente y
sus cercanos pensaran que sin ellos todo era hecatombe. Los triunfos sobre las
Farc implicaban también riesgos para el Estado. Fue imposible no recordar los
27 muertos de El Cartucho el 7 de agosto del 2002, durante la posesión de Uribe,
cuando las Farc-Ep mataron a algunos de los integrantes del pueblo más débil de
la capital. Cilindros iban y venían. No hablamos de caletas en manos de la ONU
sino de nuevas formas del terror: tatucos contra las cornisas de la Casa de
Nariño. Eran los tiempos en los que Uribe, con un mes largo en el gobierno,
decía frente a la Asamblea General de Naciones Unidas: “El compromiso de mi
gobierno en materia de seguridad no se opone al diálogo. Al contrario, lo
desea. Por eso hemos pedido la gestión de buenos oficios de Naciones Unidas…”
Ay, otra vez esas dos letras sencillas: UN.
Me quedé mirando al camión por la ventanilla del avión que ya carreteaba.
Mucho trabajo y sufrimiento detrás de ese feliz trasteo.
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