La imagen de un león, un oso o un
mono en una jaula se ha convertido en una seña de injusticia que revuelve las emociones
humanas. La exhibición de animales ha pasado de ser un acto instructivo a una
muestra de crueldad. En el Medellín de los años setenta se celebraban las
gracias a Agripina, una chimpancé que había traído la Sociedad de Mejoras
Públicas desde Estados Unidos, era la estrella del zoológico y lo que se
entendía como un espectáculo hoy solo tiene la certeza del abuso. Por eso en
Colombia se aprobó el año pasado una reforma al Código Civil que trataba a los
animales como simples cosas e, igualmente, una ley de protección animal (1774
de 2016) que declara a los animales como “sujetos sintientes” y entrega
herramientas para protegerlos del sufrimiento y dolor que les puedan infligir los
humanos.
Lo que en realidad resultó algo extravagante,
original por decir lo menos, fue el fallo de la semana anterior a cargo de la Sala
de Casación Civil de la Corte Suprema de justicia. Ante una petición de hábeas corpus para liberar del calor de
Barranquilla a ‘Chucho’, un oso de anteojos, viudo de ‘Clarita’, quien llevaba
cerca de dos meses en La Arenosa, la sala decidió conceder el amparo
constitucional y ordenar a la fundación que regenta el zoológico el traslado a
la Reserva Natural Río Blanco en las goteras de Manizales. El oso cambiará de
clima y no tanto de condiciones de reclusión ya que creció en cautiverio y no
tiene posibilidades de sobrevivir en su hábitat natural.
El fallo es reiterativo en reconocer
el estatus de derechos que han ido logrando los animales, en su argumentación
pasa por Saramago, Hume, Schopenhauer, Rawls y otros, y al mismo tiempo en
hacer una diferencia entre la protección animal y la protección de los derechos
fundamentales. Pero en medio de la jeringonza que a roza los cantos a la Pacha
Mama, encuentra una justificación para igualar los mecanismos de protección: en
vista de que los seres sintientes son parte de la naturaleza y ayudan a la
conservación humana al hacer parte del equilibrio ecológico (los osos de
anteojos esparcen semillas en el Páramo de Chingaza), es posible obligar a su
cambio de “celda” por medio del hábeas
corpus. Parece increíble pero el vocabulario de juzgado y la retórica
ambientalista más reciclada caben en 35 páginas del fallo. Por momentos parece
que cantara Manu Chau. Lo mejor del fallo está cuando llegan las diatribas
contra los humanos, una especie de canto que remueve los cimientos sociales y
gramaticales. Se trata de una “textura filosófico jurídica diferente y creadora…en
contra de quienes día a día destruyen sin consideración para saciar sus
apetitos atesoradores y tecnocráticos, contra quienes diariamente envenenan y
desecan los ríos, lagos, pantanos, humedales, arrasan páramos y aves,
ecosistemas e insectos, contra quienes hunden sus herramientas, armas,
maquinarias, retroexcavadoras…”
No importó la jurisprudencia de la
Corte Constitucional que reconoció derechos de los animales y aboga por las
medidas administrativas e incluso los castigos penales para protegerlos. No
importó que el Ministerio de Ambiente pudiera remediar la situación mediante
actos administrativos (hay un Programa Nacional de Conservación del oso de
anteojos), o que se pudiera acudir a una acción de cumplimiento para las
Corporaciones Autónomas. Lo importante, parece, era ser primeros en el país en
dar el paso, soltar un discurso y abrir la puerta a las tutelas, hábeas corpus y otras acciones para
protección de derechos humanos a los animales. Cuatro veces los tribunales
norteamericanos negaron acciones similares para proteger primates. Con
argumentos serios y llamados a las autoridades administrativas o a los legisladores.
Pero entre nosotros, en las sentencias, parece que importa más la melodía que la
letra.
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