La jovialidad es su primera máscara. Van sonrientes de cara al sol, alegres en la lluvia, festivos en las noches, activos en las madrugadas. Una nueva especie hecha para disfrutar cada momento. Saludan sin saber saludar, se sorprenden por lo más simple, prueban un nuevo sabor y muestran un gesto infantil. Apenas están aprendiendo a caminar. Por momentos parecen sufrir de cierta estupidez que los sujeta y los libera.
La austeridad es el segundo embozo. Las chanclas de los nuevos misioneros, las camisetas desteñidas, el agua como única bebida. Parece disfrutar de una muy cuidada frugalidad. Ni siquiera se atreven a las gafas oscuras. Un banano es su principal fuente de energía y a su ascetismo solo lo mancha el protector solar.
Para el tercer disfraz eligen la tontería. Una ingenuidad que busca apoyo y protección. Ponen la mano en el hombro de sus anfitriones y caminan un poco a ciegas. Se confunden y entregan un billete de más, tropiezan embelesados con los letreros de SE VENDE, se toman seis cocteles porque no saben interpretar un 2 x 1.
Muy pronto un repentino apetito los lleva hasta un lazarillo de confianza. La ficha local les hace perder el halo de tontería y van mostrando sus caras. Comienzan a diversificar en sus gustos, ahora un poco más leves y refinados. Están más serios y más erguidos. Prefieren el ruido y el regusto de los frutos prohibidos. Los dólares son su carta de presentación, las sonrisas han pasado a ser una moneda de baja denominación.
Y de pronto llega el misterio. Saludan de paso y aparecen en la noche, pardos con el tintineo de las llaves. Solo dejan oír el ruido tras la puerta blindada de su albergue. En la noche un revoloteo de motos y carros sombríos tocan su timbre y entregan el santo y seña. Las mensajeras salen a recibir los encargos. Casi siempre son dos jóvenes calcadas: caminan y visten igual, muestran una misma actitud obsequiosa, entregan un cortejo recién pago.
En el último paso de su metamorfosis han adquirido la sinceridad de la soberbia. Exhiben sus perversiones con altanería, intimidan con el silencio de sus intermediarios locales, se codean con las mafias. De vez en cuando regresan a las chanclas y todavía son capaces de dejar escapar arrebatos de jovialidad. Pero lo normal es que exijan diligencia para sus urgencias: llaman a la puerta del vecino porque han botado sus llaves, negocian con el ceño fruncido, reclaman subordinación. Esa sobradez los puede llevar a la muerte. La traición de los contactos locales, el desprecio de sus acompañantes, los apetitos que se cruzan y resultan fatales.
La semana pasada me topé con un espécimen en su etapa más avanzada. Entraba al edificio acompañado de dos jóvenes cubiertas con gorros lanudos, infantiles, con orejas largas que colgaban a lado y lado de sus cabezas. Lucía una calva roja que resplandeció cuando le tomé algunas fotos. Estaba furioso porque le apuntaba con mi teléfono. Sub ió escoltado por las jóvenes con sus capuchas, el trío estaba indignados por mis insultos que respondieron a los suyos. En diez minutos dos policías estaban en su puerta. El hombre había liberado a una de sus asistentes, muy seguramente desprovista de cédula. Salió afanada con sus salchipapas en una caja de icopor. Bradley atendió a los policías con el disfraz de la tontería y la amabilidad.
En la mañana reapareció con uno de sus lazarillos, revisando la conexión del gas, mostrando una laboriosa tranquilidad. En la noche ya estaban las luces de la fiesta en la ventana y el domiciliario en una moto sin placas en la puerta del edificio. Las jóvenes, iguales pero distintas, subían y bajaban, hacían de porteras provisionales, miraban con desprecio a las especies locales.
Con la plaga hemos topado.
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