miércoles, 17 de marzo de 2021

Menores en fila

 



En Colombia la mayoría de los menores llegan a las armas en un tránsito normal, comunitario podría decirse, familiar algunas veces, que implica incluso una especie de proceso educativo, de paso a paso hasta encontrar un papel en el frente de guerra. En las zonas claves de reclutamiento los menores han vivido el conflicto en una cotidianidad en la que las armas son la herramienta natural desde muy temprano. En realidad no han sido convertidos en “máquinas de guerra”, simplemente han nacido en unos contextos donde muchas veces es imposible no ser engranajes de guerras continuadas.

En 2017 el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) publicó un informe llamado Una guerra sin edad. Son más de seiscientas páginas que dan cuenta de casi cincuenta años de menores y fierros. El análisis se da sobre “16.879 registros de reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes”. Las relaciones comunitarias o familiares con los grupos armados, el impulso de las venganzas que dejan sus cortas historias de vida, las simpatías ideológicas, los referentes del poder, el prestigio social, las necesidades económicas son señaladas como algunos de los caminos a las filas.

En esa historia las Farc son los mayores reclutadores y un testimonio de uno de sus comandantes deja clara la naturalidad de ese tránsito. Oliverio Merchán, un jefe del Bloque Oriental conocido como el Loco Iván, cuenta su experiencia estudiantil: “Me encontré a un profesor que había sido profesor mío (…). Siendo él guerrillero me explicó y me gustó lo que me dijo que era luchar contra la pobreza, contra el hambre, la miseria, entonces decidí irme.”

El estudio del CNMH deja claro que por momentos los menores tuvieron un papel protagónico en crecimientos, consolidaciones o nacimientos de algunas estructuras. Los que empezaban como vigilantes o mensajeros en pequeñas tareas también fueron punta de lanza. Las ACCU los usaron como la principal “mano de obra” para sus primeras incursiones en Urabá donde a mediados de los noventa mandaban las Farc. Raúl Hasbún lo contaba con toda naturalidad en 1998: “Si existiera la vacante, inmediatamente se les hubiera dado trabajo, no le hubiera negado su ingreso al frente, porque no había ninguna restricción... Estábamos en una guerra y yo no me fijé en ese tema.”

El ELN armó una parte de su estructura en el sur de Bolívar con hijos de sus bases sociales. Los primeros paras del Magdalena Medio tuvieron a los niños como “provisión” indispensable: el trabajo bien pago y la “seguridad común” era visto como un activo en la región. En las Farc fueron claves los menores en el Tolima cuando se pretendió cercar a Bogotá e indispensable su base más que joven en el Ariari Guayabero y el Caguán. Ahí estuvieron algunas canteras de guerreros. Tanto que en un momento Manuel Marulanda culpa al “mal reclutamiento” de los golpes a las Farc a comienzos de los 2000. El triunfalismo había convertido sus frentes en un carrusel de menores (unos llegaban y otros se desmovilizaban) al estilo “campamentos de verano”. En el año 2003 el pico de reclutamientos por diferentes actores armados llegó a 7.136 niñas, niños y adolescentes.

Con semejante historia patria la lógica simplista del ministro de defensa, cercana a la teoría de los daños colaterales, resulta increíble. No solo muestra la mínima memoria, una triste indolencia por parte de quién fue director del ICBF; sino un craso desconocimiento de la ruta de los menores a las armas, de su condición de víctimas. “Los han convertido, nos toca eliminarlos”, parece decir el ministro. Olvida es que es el país, su historia, las zonas donde crecieron, el que ha hecho imposible una infancia o adolescencia fuera del alcance de la guerra.

 

 

 


miércoles, 10 de marzo de 2021

La muerte de la verdad

 




 

El expresidente Donald Trump demostró cómo la política y la realidad pueden habitar mundos distintos. Los discursos y los hechos no necesitan puntos de contacto para conseguir nuevos votantes y hacer más fieles a los antiguos. El estilo Trump logró que su personalidad levantara un muro –ese sí se pudo alzar– para impedir la posibilidad de un debate medianamente informado y alentar hacia la adhesión a un estilo y una colección de prejuicios: hizo más importante defender ciertos modos de desprecio que señalar políticas económicas, más clave exhibir gustos de consumo que respetar mínimas costumbres democráticas, más emocionante el nacionalismo ramplón que el liderazgo científico.

Pero hay que admitir que Trump no es ningún original, solo es el modelo más reciente de los mitómanos seductores y persuasivos. Hace 75 años, en un ensayo sobre la Guerra Civil Española, George Orwell hablaba de las mentiras deliberadas, del colorido que se añade a la verdad propia y de los errores posibles en su búsqueda: “Pero en todos los casos creyeron que existían unos hechos que podía descubrirse, con mayor o menor dificultar”. Ese mínimo consenso se fue perdiendo y ahora no solo hay derecho a una opinión sino a una realidad propia. Esa posibilidad es la que impulsó Trump con sus 2.140 declaraciones que tenían falsedades o equívocos durante su primer año de gobierno según cuentas de The Washington Post. El exhibicionismo como forma de gobierno puede llevar a una consecuencia con la que termina Orwell su ensayo: “Si el líder dice que tal o cual cosa nunca sucedió, pues nunca sucedió”.

La muerte de la verdad, un libro de la escritora y crítica literaria estadounidense Michiko Kakutani publicado hace poco menos de dos años, le da una mirada reveladora al mandato de Trump y sus repercusiones más allá de las luchas bipartidistas en Estados Unidos. Kakutani muestra que el despreció por la verdad dejó de ser soterrado para convertirse en un orgullo y una estrategia abierta. Durante la campaña de 2016 Newt Gingrich, expresidente a la Cámara que para muchos abrió la senda del estilo Trump, dijo tranquilamente, cuando una periodista rebatió sus datos sobre criminalidad en Estados Unidos, que no miraba con mucha atención los hechos: “Como candidato que soy, me atengo a lo que la gente siente. La dejo a usted con los teóricos”.  

La lógica de las últimas elecciones en Estados Unidos y en muchos países del mundo (Colombia tuvo su rayo homosexualizador y su impulso al voto berraco) busca que los ciudadanos no puedan encontrarse ni en la manera de recibir información ni en un posible debate lejos de la descalificación absoluta. Cada bando escoge su manera de construir la realidad. Las elecciones y las agresiones físicas o en redes son las únicas maneras de encuentro. Y los algoritmos han terminado decidiendo que le entregan a cada usuario: un poco más de intoxicación ideológica, indignación, suspicacia y paranoia para que permanezca “concentrado” un rato más en sus certezas.

Trump acabó su mandato como uno de los presidentes más impopulares de la historia de Estados Unidos pero no estuvo lejos de mantenerse en la presidencia. La gran mayoría de sus votantes se sienten despojados y respecto a las elecciones 2016 ganó adeptos entre los afros y los latinos que despreció durante cuatro años con sus políticas y declaraciones. Su historia todavía está por escribir así los demócratas tengan ahora el ejecutivo y la mayoría en las dos cámaras. No serán los hechos los que le den la razón, eso lo sabe muy bien, confía en sus furias, su llamado a la revancha y su verdad airada, en mayúscula y con mala ortografía. Ni las reglas del lenguaje básico son ahora una certeza.

 


miércoles, 3 de marzo de 2021

Cubrir las placas

 




En Colombia podemos estar tranquilos respecto a la imparcialidad política de la Policía Nacional. Los tiempos de pájaros y chulavitas son historia patria y estamos lejos del SEBIN, la policía política que creo Chávez mirando la efectividad del Servicio de Inteligencia Peruano de Fujimori en los noventa. La policía colombiana por el contrario responde a una lógica de autoprotección, de encubrimiento institucional más allá de lealtades partidistas o ideológicas. Se podría decir que son un cuerpo autónomo, una muestra exitosa de “descentralización” en medio del Estado, y un ejemplo de compromiso colectivo con 148.000 placas.

Dos casos emblemáticos de menores de edad asesinados por policías en Bogotá, muestran lo que puede significar la búsqueda justicia contra los uniformados, hechos mafia cuando advierten una amenaza penal.

El 25 de febrero pasado se declaró culpable a Néstor Julio Rodríguez Rúa, miembro del Esmad, por el asesinato de Nicolás Neira hace poco menos de 16 años. Nicolás tenía 15 años e iba por primera vez a una manifestación ciudadana para conmemorar el primero de mayo. Rodríguez Rúa le disparó por la espalda el proyectil que contiene un gas lacrimógeno. Una semana después el joven murió por el golpe en la base del cráneo. Yuri Neira, su padre, ha dado una batalla legal que implicó veinticuatro detenciones, dos golpizas, un allanamiento, tres atentados y el exilio. Recogiendo el cadáver de su hijo, el siete de mayo en Medelina legal, dos camionetas de la policía con civiles intentaron llevárselo, seguro pretendían darle más el paseo que el pésame. La cadena de mando de Rodríguez Rúa intervino en los intentos de encubrimiento y la Fiscalía buscó y llegó a acuerdos intentado beneficiar al victimario. Entre los principales parapetos están Fabián Mauricio Infante Pinzón, formador del Esmad, y el mayor retirado Julio Cesar Torrijos.

El próximo 19 de agosto se cumplen diez años del asesinato de Diego Felipe Becerra a manos del agente Wilmer Antonio Alarcón. Al joven de dieciséis años se le impuso la pena de muerte por portar dos aerosoles en su morral, uno azul y uno naranja fosforescente. Al lugar donde quedó el cuerpo llegaron muy rápido, admirable su sentido de urgencia, tres coroneles, un teniente, tres abogados y seis agentes. Llevaron un arma y consiguieron dos testigos para inculpar a Diego Felipe en el supuesto robo a una buseta. Gustavo Trejos, el padre de crianza del menor, comenzó su lucha contra la manipulación y las pruebas falsas. Dos generales (incluido el subcomandante de la Metropolitana del momento), seis coroneles, cuatro tenientes, doce agentes y seis civiles se comprometieron en la farsa que buscaba justificar el homicidio. El policía que disparó fue condenado seis años después de los hechos pero el mismo día un juez lo dejó libre por vencimiento de términos y sigue prófugo. Las amenazas y los seguimientos han sido las compañías del Estado durante el duelo, tanto que Gustavo Trejos habla como un hombre que mira el miedo con desaires: “Desgraciadamente el día de mañana algo puede pasar, uno tiene que estar preparado”.

Un dato publicado hace poco por La silla vacía confirma que para lograr condenas contra la policía se necesita la coraza de dolor que deja un hijo muerto y el aguante de largo aliento de quienes encuentran una causa imposible de abandonar. Entre 2016 y 2020 se presentaron 7491 denuncias ante la fiscalía por delitos supuestamente cometidos por uniformados de la policía. Hasta el momento no hay una sola imputación y el 70% de los casos están inactivos. No hay duda de que la policía se cuida muy bien.

 

 

 

 

 

 


miércoles, 24 de febrero de 2021

Oda a la vacuna

 



 

Las vacunas se han visto desde hace cientos de años como un milagro temerario y sorprendente. A América llegaron en 1804 a Puerto Rico en la corbeta María Pico que había partido tres meses antes desde el puerto de La Coruña. El experimento filantrópico tenía mucho de viaje de terror. Veintidós huérfanos entre los cuatro y los diez años, acompañados de su tutora, sirvieron como contenedores vivos para “conservar el fluido vacuno fresco y sin alteración”. Cada semana de dos en dos los niños eran inoculados con la viruela, las pústulas ofrecían el hábitat natural para las sucesivas vacunaciones. La expedición fue marcada con las bendiciones del rey Carlos IV y pretendía proteger los habitantes lejanos del imperio. En su momento Humboldt calificó la Real Expedición de la Vacuna como el “más memorable viaje en los anales de la historia”.

Pero las cosas no fueron fáciles para el director de la proeza. Francisco Balmis, médico personal de rey, se encontró con la reserva y la descalificación de muchas de las autoridades en América. En Puerto Rico fue un segundón que llevó un remedio ya probado por un médico danés. En Cuba debió comprar esclavos para probar su método ya que los padres no dejaron que sus hijos se contagiaran para protegerse. Muy pocos, entre ellos Tomás Romay, un médico cubano adelantado, creían en esa mezcla de “brujería y ciencia”. También algún virrey juzgó inapropiado ese ensayo en medio de una creciente desconfianza a las autoridades españolas.

Por nuestras tierras la campaña pasó con serias dificultades de navegación. Balmis dividió su empeño en dos correrías y terminó naufragando en el Magdalena, cerca de su desembocadura, cuando pretendía llegar a Cartagena. El bergantín San Luis y naufragó con su carga de niños caraqueños donde por fin había sido recibido como héroe. Una de las cartas de Balmis enviadas desde Caracas deja ver el tono de pesadilla que de vez en cuando requiere el ojo de los médicos para salvar a sus pacientes: “Los granos de los indios son más hermosos”. Ya remontando el Magdalena contrae tuberculosis y pierde un ojo, como un pirata salvador fue recibido en Bogotá por el Virrey Amar y Borbón. Dicen que logró vacunar a casi todos los niños en la capital.

El esfuerzo de Balmis fue alabado por Andrés Bello que era un el momento un funcionario de la corona que ejercía desde Caracas. La larga Oda a la vacuna es también una zalema al rey por atender esa maldita plaga traída “De la marina costa a las ciudades” y que acechaba “Al palacio igualmente que a la choza”. El poema de Bello también tenía algo de campaña de vacunación y de manera increíble está cerca de las grandes discusiones de nuestros tiempos de pandemia: “Admirable y pasmosa en tus recursos, / tú diste al hombre medicina, hiriendo / de contagiosa plaga los rebaños; / tú nos abriste manantiales nuevos / de salud en llagas, y estampaste / en nuestra carne un sello milagroso / que las negras viruelas respetaron”.

Disuenan esos versos de clínica, esos cantos al control de las pústulas y al triunfo sobre la parca que es protagonista en cada estrofa. Pero también comparte con nuestro tiempos días el deseo y la esperanza del regreso del tráfico y el final del miedo al “aire ciudadano”: …Ya no teme esta tierra que el comercio / entre sus ricos dones le conduzca / el mayor de los males europeos; y a los bajeles extranjeros, abre / con presuroso júbilo sus puertos.”

No son tiempos para los poemas y la filantropía, es la hora de los regateos y los tropeles, de los contratos a sobre cerrado y las vacunas bajo cuerda. La ciencia es menos primitiva, pero el aire primario se impone en nuestros reinos.

 

 

 


miércoles, 17 de febrero de 2021

Jalar la red

 




Desde lejos veíamos a diez o doce hombres luchando contra un enemigo invisible. Jalaban, con un esfuerzo excesivo, lo que parecían unas cuerdas atadas al oleaje creciente. Parecían en una especie de mímica grotesca. Las nubes bajas, grises, mostraban la playa como un escenario opresivo en el final de tarde. Al acercarnos vimos a los hombres anclados, con los talones hundidos en la arena, peleando contra un mar que intentaba llevarlos al agua. Los primeros en las cuerdas tenían el mar a la cintura y tragaban agua en medio de la risa de sus compañeros ubicados atrás en la cuerda de arrastre. Por momentos jalaban al ritmo del grito del guía, un viejo recio al final de la fila, y por momentos se burlaban de los golpes y los revolcones al que los sometía ese tirano conocido.

La lucha era por traer a tierra una red que formaba un chinchorro de unos doscientos metros de largo. Las dos cuerdas sostenían los extremos del chinchorro y la red hacía la batea en el centro para servir de trampa para el arrastre de los peces hasta la playa. Nos paramos a mirar la faena de pesca con el aire atolondrado de los turistas y el teléfono dispuesto para la foto. Los “equipos” a lado y lado de la cuerdas, uno tenía camisa del Unión y otro del Junior en cada fila, perdían pita frente al agua, intentaban recobrar pero la “cometa” se iba mar adentro. Ya mirábamos ansiosos los gritos, las órdenes cruzadas, los reproches de los hombres que se habían puesto los guantes para el combate que pintaba duro. El mar de Conrad puede aparecer en una caminada de turista, basta el forcejeo de una docena de hombres para encontrarle una dimensión distinta al mar, para ver “el carácter del enemigo” y un asomo de desastre, un inesperado naufragio de pescadores de playa: “El gris de la entera superficie inmensa, los surcos del viento sobre los rostros de las olas, las grandes masas de espuma, arrojadas las unas contra las otras y ondeando, como enmarañados mechones blancos, le dan al mar, en medio de un temporal, una apariencia de cana edad, deslustrada, mate, sin destellos, como si hubiera sido creado antes de la luz misma”.

De pronto ya estábamos en el equipo de una de las cuerdas, jalábamos desde atrás y recogíamos la red que se iba recuperando. Comenzábamos a ganar cuerda. Hacíamos fuerza desde lo que podría llamarse la suplencia pero sumábamos luego de vencer el pudor de inutilidad e ineptitud de los citadinos en esa faena inesperada. Los pescadores nos miraban con algo de agradecimiento y condescendencia. Se regó la noticia de que el chinchorro se podía perder y llegaron las mujeres a jalar su parte, otros dos turistas ya jalaban desde la suplencia y de pronto el mar pareció más blando y comprensivo. Ahora las dos orillas no amenazan con juntarse y causar un enredo imposible ni el chinchorro iba mar a dentro. Comenzaron a llegar algas, ramas, plásticos engarzados en las cuerdas, era claro que la red se había salvado y ahora había una expectativa por la pesca como un extra luego del susto de la tarde. Las mujeres gritaban señalando el agua que palpitaba y los niños llegaron con los baldes. Unos cien peses brincaban en la playa, la mayoría eran del tamaño de la palma de la mano y los llamaban pez toro. Un pez sable de unos setenta centímetros marcaba la diferencia, su nombre era suficiente para admirar su brillo. Los hombres nos ofrecían algunos peces mientras nosotros devolvíamos al mar los más pequeños. Ahora parecíamos unos niños y los pescadores nos daban esas pequeñas monedas como si fueran amuletos para pedir un deseo. En menos de media hora habíamos pasado del heroísmo a la recompensa infantil. Fue sin duda la mejor tarde en la playa, una simulación de marineros con final pueril y dos ampollas.

miércoles, 10 de febrero de 2021

De castaño a Moreno

 



Samuel Moreno llegó a la alcaldía de Bogotá con la votación más alta en la historia de la capital hasta ese momento, obtuvo el 42% de los votos, más de novecientos mil tarjetones marcados con su sonrisa de “Bogotá Positiva”. Venía arropado con un énfasis en las propuestas sociales para elevar la calidad de vida de los más vulnerables. Vendía la imagen de un candidato preocupado y comprensivo. Como es lógico, los primeros meses de su administración tuvieron la tranquilidad de los tanteos. En marzo de 2008 su opinión favorable era del 61% y un 72% de los bogotanos decía que las cosas estaban mejorando en la ciudad. Su discurso de campaña tenía un énfasis en las “Tecnologías de la Información y la comunicación”, un candidato de avanzada para los dramas en las calles y los retos de última hora: “gobierno digital, por medio del cual se busca consolidar la gobernabilidad través de las TIC’s”. Su partido era el más fuerte crítico de la coalición de gobierno de Álvaro Uribe en su segundo mandato. Sin embargo, Moreno armó una sólida coalición en el Concejo con apoyos de todos los colores: Conservadores, Liberales, gente de Alas Equipo Colombia, Opción Verde y Convergencia Ciudadana.

Viendo las decisiones y las actitudes de Daniel Quintero frente a la alcaldía de Medellín es fácil recordar el primer año del alcalde Moreno. Quintero dice todos los días que ganó con la más alta votación en la historia de la ciudad y ha vendido su pasado en el viceministerio de las TIC como el gran futuro: “Uno de los grandes propósitos que tenemos en esta administración es juntar las variables, el material disponible en innovación para resolver problemas, y crear soluciones para el mundo, con impacto local…” Medellín me cuida, su insignia de lucha contra la pandemia, fue su principal juguete pero no duró más de tres meses. La coalición de gobierno, a pesar de sus grandes desacuerdos con el Centro Democrático y su felicidad con el aire que la da Uribe, se armó con cinco miembros de la bancada del CD en el concejo, con liberales, conservadores, gente de La U y algún verde. Quintero tiene a la peor política del Valle de Aburrá: los liberales del sur (Héctor Londoño en Envigado) y los godos del Norte (Suárez Mira en Bello). Al fin y al cabo los corrillos políticos son su verdadera tecnología.

Tras el escenario se hacen las movidas. Los hermanos mayores, Iván Moreno y Miguel Quintero, forman otro de los ingredientes en común. Miguel, al igual que Iván en su momento, es el encargado de ajustar burocracia y acomodar contratos. Viene de trabajar con Luis Pérez y tiene manejo en el Inder, el Área Metropolitana y Metroparques como un comodín de contratación. Un ejemplo, la secretaria de salud fue parte de la UTL de Miguel Quintero en el Concejo. Miembros de esa Unidad terminaron haciendo “trabajo legislativo” en una empresa del Concejal de Medellín radicada en Bogotá. La decadencia de la alcaldía de Quintero tiene mucho que ver con una falta de conciencia de la ilicitud, esa omisión grosera de las normas elementales que siempre viene acompañada de altanería y ambición.

Luego de once meses Moreno ya tenía un 58% de imagen desfavorable, la desfavorabilidad de Quintero creció 15% en entre octubre y enero y llegó a 45%, la más alta para un alcalde de Medellín luego de un año de labores. Los ruidos en el gobierno Moreno comenzaron terminando su primer año con la renuncia del secretario de movilidad por contratos de semaforización. La salida del gerente de EPM marca sus rumbos autoritarios y sus codicias por la caja mayor. Quintero ya tiene zumbidos por muchos lados, contratos que suenan y patrones burocráticos que se truenan los dedos. La desconfianza comienza a cubrir su gobierno y cada vez estará más solo, en manos de sus compinches de la peor calaña. La samuelmorenización parece el camino trazado por la “Medellín Futuro”. 

 

 

 

miércoles, 3 de febrero de 2021

Aplaudir la muerte

 

 


En un pequeño libro con reflexiones sobre la enfermedad, las torturas inevitables de los tratamientos y el cara cara con la muerte, Christopher Hitchens dedica algunas páginas a preguntarse por las razones de quienes le desean una muerte lenta y dolorosa por su condición de ateo. Uno de los celebrantes asegura que merece ese castigo inobjetable y luego pronostica “la verdadera diversión, cuando vaya al fuego infernal”. En ese intento de contradecir a esos predicadores de la muerte Hitchens interpela sus lógicas: “¿Ese autor anónimo quiere que sus opiniones sean leídas por mis hijos que no han cometido ninguna ofensa y también están pasando un momento complicado gracias al mismo dios?”. Ese deseo ferviente tiene una característica principal según creo, un desprecio por lo humano en busca de congraciarse con un dios implacable, un alarde justiciero que olvida el dolor más cercano por la desmemoria que traen las creencias más “elevadas”.

La semana pasada me sorprendieron la cantidad de mensajes en redes sociales que festejaban la muerte de Carlos Holmes Trujillo. También fundaban su alegría en la justicia, aunque no invocaban a dios, y ponían en la balanza algunos crímenes, ciertos o inventados, del Estado colombiano en los últimos años. La lógica era bastante primaria, muy parecida al ojo por ojo bíblico: el Estado ha matado, Holmes era ministro de defensa, por tanto debe pagar esas muertes con la suya. Creían hacer honor a las víctimas de esos los crímenes oficiales y vencer cierta indolencia, ser los agentes más comprometidos y valientes de unas causas nobles. Pero creo que sufren del mismo mal de quienes alentaban el cáncer de Hitchens, olvidan cualquier tipo de humanidad tras una creencia “elevada”. En últimas defendían una certeza política, tal vez ni siquiera un evangelio ideológico sino un simple envenenamiento partidista, un odio basado en la vileza que tantas veces encarnan la política y las redes sociales ¿Merecen la muerte nuestros contradictores? ¿Deben morir los funcionarios que nos parecen equivocados e indolentes, incluso malignos? ¿Son las declaraciones odiosas culpas suficientes para merecer las agonías?

Esa alegría macabra me hizo pensar también en la cobardía de quienes festejaban la muerte de Holmes Trujillo en el foro degradante y festivo que pueden ser las redes. Los justicieros se escudaban tras el virus, no asumían ninguna carga, ellos no habían tenido nada que ver, solo aplaudían la feliz coincidencia. Ni siquiera se hacían responsables de la crueldad de sus deseos, de sus íntimos instintos de verdugos. Esa noche seguro se durmieron pensando en lo dura que está la vida con este virus que nos acorrala y en la suerte que merecen día a día los mayores a quienes queremos y respetamos.

En la mañana del día de la muerte de Carlos Holmes entrevistamos a uno de los hijos en un programa radial. Hacía unos meses habíamos cuestionado a su padre en una entrevista en el mismo programa. El hijo contó los dramas de los últimos veinte días y por supuesto encomió a su padre. Su voz temblorosa me pareció más fuerte que todas las disputas políticas. Era el momento para oír un dolor, para encontrar una similitud y pensar en los ahogos que nos emparentan. Esculcando de nuevo el libro de Hitchens para escribir esta página, entendí lo terrible que puede ser esa celebración de la muerte, esa venganza que lleva la certeza y la risa: “No has vivido, si puedo decirlo así, hasta que has leído textos con ese tipo de satisfacción siniestra”.