Hace exactamente tres
años se debatía en Medellín la legitimidad y las bondades de un pacto entre los
jefes de los combos armados. Una comisión liderada por la iglesia intentaba
desde las cárceles que se respetaran espacios comunes en los barrios y se
pensara un poco antes de disparar. Los homicidios comenzaron a bajar apenas una
semana después del esbozo de algunos acuerdos mirados con sospecha y esperanza
desde las oficinas públicas. Es triste decirlo pero en Medellín el Estado
cuenta las víctimas y los capos -sean grandes o pequeños, ubicuos o invisibles-
deciden si las cifras mejoran y podemos hablar de esperanza, o si se debe
acudir a las frases negras de siempre. Mientras en Bogotá se habla de las riñas
y la intolerancia como principal causa de homicidio, una ciudad con el problema
de los borrachos de puñal; Medellín sufre con los altos y los bajos de una
industria criminal, incubada por los narcos, que luego de cerca de 25 años ha
tendido un manto social y geográfico propio.
Esa realidad desborda
siempre las administraciones locales. En muchos barrios el ejército y la
policía son requeridos y repudiados al mismo tiempo; se clama por su presencia
pero se desconfía profundamente de sus acciones y no pocas veces se toma
partido por los “muchachos” perseguidos. La lógica compleja que implica un
poder mafioso donde se mezclan relaciones familiares, política menor, acceso a
recursos públicos, monopolio de negocios legales e ilegales, parece imposible
de resolver desde los escritorios. El camino más fácil es la negación de los
problemas seguida de una triste resignación. Muy pronto el alcalde Aníbal
Gaviria parece haber tomado esa vía. Sus silencios, sus respuestas evasivas,
sus énfasis para cubrir los males con los telones del espectáculo no solo le
hacen daño a su imagen. Medellín está parada desde hace mucho tiempo sobre un
muy inestable equilibrio, y la administración debe mover sus cargas todos los
días para evitar desastres mayores. Aquí el liderazgo en los temas de seguridad
no es una virtud sino una obligación.
Muchas veces durante la
administración anterior Alonso Salazar fue criticado por dedicar casi todo su
tiempo a enfrentar el poder de los jefes armados en la ciudad. Para muchos,
Salazar confundía el papel del alcalde con el del secretario de gobierno o el
de comandante de policía. Ahora nos damos cuenta de la importancia que tiene
enfrentar ese poder desde la cabeza de la administración: señalarlo, hacerlo
visible para todos los ciudadanos y no solo para los organigramas de la Dijin.
En los últimos diez años
se han dado diversos debates sobre la manera de enfrentar la criminalidad en la
ciudad: la operación Orión, la sospecha de la Don Bernabilidad que incluía un
proceso con el Estado central, la persecución directa desde La Alpujarra, la
búsqueda de unos pactos de apaciguamiento. Hoy el debate se ha convertido en un
reclamo: la obligación de tomar decisiones distintas a la creación de una
fantasmal secretaría de seguridad. La administración ha cedido la iniciativa en
el combate y en el análisis de lo que pasa en la ciudad. Los pillos mandan en
la acción y las ONG hacen el diagnóstico. Mientras tanto el alcalde habla de una
consejería para las comunas. Todo me recuerda a los tiempos de Belisario,
cuando esta historia comenzaba.
1 comentario:
Pascual:
Los “telones del espectáculo” tienen huecos -¿de balas?- y por ellos vemos una realidad caótica que la administración local no quiere reconocer. La evidencia es negada con cifras que hablan de “bajas en el hurto de vehículos”, cuando no con premios a la innovación o con la opinión hilarante de Hillary Clinton. Será muy difícil salir de esta situación si la alcaldía se empeña en no mirar las cosas de frente y actuar en consecuencia. Porque lo nuevo no es el crimen sino la ligereza con la que se afronta. Y es por culpa de esa ligereza, de esa vanidad, que Medellín se está medellinizando.
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