El señor J. pidió una cita con un reconocido educador de la ciudad para
que le ayudara a elegir el colegio de uno de uno de sus hijos. En ese tiempo la
decisión no tenía aun el cariz de
encrucijada definitiva que hoy se le entrega. Sin embargo, el señor J. quería
vencer algunas resistencias liberales antes de confiar las primeras planas de
su hijo a unos curas españoles. Luego de una larga discusión que intentó calibrar
la balanza de ventajas y riesgos, el rector zanjó el asunto con la sentencia
más simple que pudiera imaginarse: “Métalo al colegio que le quede más cerca a
la casa”. La banca más cómoda del transporte escolar terminó pesando un poco
más que los escrúpulos laicos y el niño aprendió a escribir de la mano rígida
de la hermana Flor María. Cosa que no impidió que su letra sea hasta hoy una
recua de garabatos que se despeña por el orden de los renglones.
En Colombia muy pocos padres pueden elegir el colegio de sus hijos más
allá de la oferta pública que hay en su barrio. En Antioquia, por ejemplo,
cerca del 87% de los alumnos estudian en colegios oficiales. Allí más que el
esfuerzo de los maestros o las inversiones en infraestructura escolar, las
diferencias de calidad están marcadas por el entorno social y la capacidad y
posibilidad de los padres de acompañar el aprendizaje de sus hijos. En los
barrios con más conflicto es más duro aprender, y el rezago en educación de los
padres termina siendo una herencia difícil de evadir.
Por su parte, los rectores de los colegios privados han tomado al vuelo
la inseguridad de los padres del 13% de los alumnos que tienen como pagar y
elegir. Primero han resaltado el valor de esa elección como si se tratara de
dirimir entre la gloria futura o la condena de los fracasados. Para evitar
remordimientos presentes y futuros los padres deciden comprar, al precio que
sea necesario, una especie de ficción diferida a 15 o 20 años. Aunque las
diferencias entre los primeros 30 colegios en cada una de las ciudades capitales
es apenas marginal en los resultados de las pruebas Saber, los padres buscan
oráculos, leen libros, llaman psicólogos y buscan créditos para encontrar la
mejor de las opciones. Detrás de toda esa supuesta preocupación por la
educación hay sobretodo una elección del grupo social al que se quiere pertenecer,
de las futuras relaciones de los niños y las actuales relaciones de los padres.
Los colegios se escogen más como un club social que como un medio para la
adquisición de conocimientos. Los interrogatorios para el ingreso y los bonos
de acceso lo demuestran fácilmente. También hay balotas negras para las ovejas
negras.
Buena parte del matoneo actual se podría explicar por la uniformidad de
los ambientes escolares. Los exigentes filtros de esos clubes con salones imponen
las reglas de una disciplina implícita entre niños y adolescentes acostumbrados
a un estatus y unas maneras. La diversidad es un escándalo en ambientes tan
cerrados y protegidos. Los padres suelen olvidar que lo mejor del colegio
estuvo siempre en la transgresión, en el rechazo al reglamento, en la
conspiración de los recreos. Pero cuando todos los alumnos son iguales esa
conspiración solo puede ser una tiranía más o menos predecible. Hoy se pagan millonadas
para que los adolescentes salgan hablando un perfecto inglés, sin importar que
hablen exactamente el mismo idioma.
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