Hace diez meses, con el
discurso de Iván Márquez en Oslo, las Farc salieron de un ostracismo político
que duró más de una década. La ofensiva militar del gobierno, el desengaño ciudadano
luego del Caguán, sus ocupaciones en el negocio de la coca y su ferocidad frente
al más mínimo disenso, lograron ocultar por completo su viejo discurso de
reivindicaciones. Los partes de guerra se convirtieron en la única noticia
acerca de una guerrilla con hoz y sin voz.
La primera actuación
política en medio de las conversaciones fue una bravuconada bajo un lirismo
inflamado y patético. Ese día Iván Márquez lanzó un reto general al
establecimiento al señalar culpables a diestra y siniestra y pedir poco menos
que la reinvención del país. El memorial de agravios desmesurado, casi surreal,
fue recibido con sorpresa y ofuscación. Habíamos olvidado el lenguaje y las reclamaciones
ampulosas.
Todavía
no sabemos si las Farc han cambiado, su caparazón es duro y su dogmatismo ha
crecido ante la falta de interlocutores, pero está muy claro que sus aparentes
preocupaciones de hoy son muy distintas a lo que oímos en el discurso de Oslo. Poco
a poco parecen haber abandonado las pretensiones de refundar la patria para
comenzar a hacer política menuda, a opinar sobre los temas de todos los días, a
apoyar causas menores y buscar simpatías con el oportunismo radical. Han pasado
de cuestionar la Constitución a pelear la redacción de los decretos. Ahora
hablan del precio de la gasolina y los fertilizantes, de los abusos de las farmacéuticas
y la necesidad de unas curules propias; opinan sobre el umbral que salvará a los
partidos minoritarios y defienden a los mineros del Bajo Cauca, hasta hace poco
sus enemigos militares y hoy simples trabajadores bajo el abuso estatal. Por
supuesto han acogido las reivindicaciones campesinas comenzando por su fortín
en el Catatumbo y terminando en el Caquetá. En pocos días hablarán de los
conductores borrachos y de la reelección de alcaldes y gobernadores.
El peligro es que las
Farc comiencen a sobreestimar su papel en los recientes movimientos campesinos
y revueltas citadinas. El gobierno ha señalado a la Marcha Patriótica como
culpable de algunos saboteos y empecinamientos. Los jefes guerrilleros en La
Habana deben estar excitados viendo los bloqueos por televisión: ahora no solo
tienen micrófono y atención diaria sino que suponen una respuesta de las “masas”.
En Caguán se equivocaron en el cálculo sobre su poder militar, y en Cuba se
pueden equivocar sobre su credibilidad y fortaleza política.
Con la mezcla de política
menuda e intimidación vía fusiles no solo se pueden engañar, también pueden
confundir al país entero. Ahora mezclamos el reclamo de los campesinos
cocaleros y los productores de papa, y en un mismo campamento están los mineros
del Bajo Cauca y los Campesinos de Ituango, Petro dice que los vándalos en
Bogotá fueron contratados por las Bacrim mientras el ministro de defensa habla
de milicianos. La cosa está tan revuelta que Uribe utiliza los grafitis de
Robledo. Hace casi 30 años Jacobo Arenas pensó en el proselitismo de la UP como
una estrategia para lograr mayor presencia en las capitales. La guerra seguía
siendo su mayor obsesión y sabemos cómo terminó el doble juego. Alargar el capítulo
armado mientras se busca un papel en los titulares de prensa es una estrategia
excitante pero muy riesgosa. El contagio entre proselitismo e intimidación es
inevitable. Ojala de la Calle y Timochenko, cada uno por separado, lo tengan
bien claro.
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