La ciudad está en el centro de un valle estrecho desde donde se extiende
a las laderas del oriente y el occidente. Hace más de 100 años exhibe sus galas
comerciales e industriales. Cada tanto los arrebatos de orgullo la impulsan a
clamar por su independencia o su vocación capitalina. Un gran palacio metálico rodeado
por un foso, cerca al río, encarna uno de sus grandes poderes. También un
edificio de cristal, en la orilla del mismo río, cuidado por un hombre en la postura
del pensador, se levanta como una insignia de su imperio económico. En las
ciudades satélites en el sur y el norte, “simples bodegas y rezagos de empresas
en decadencia”, están las plantas de tratamiento del río. Esos suburbios sirven
de filtro para purificar aguas negras que entran y salen de la ciudad.
Los habitantes de la ciudad central han mirado por mucho tiempo a las
ciudades periféricas como sencillos campamentos para sus trabajadores. En “La Ciudad”
se precian de haber encontrado una nueva forma de elegir a sus príncipes. Ya no
pesan tanto los colores rojo y azul que por años marcaron las disputas, ya no
se obedece tanto al jefe de turno, ya no se empacan las papeletas en un sobre
marcado, ya hay más conciencia ciudadana, dicen. El último de los grandes príncipes,
antes llamados caciques, hombre del bando rojo, arrió sus banderas en una
derrota hace más de 15 años: “Claro que soy clientelista. Es que a mí me gusta
ayudar a los amigos y a los pobres. El que tiene clientela es porque hace bien
su trabajo...”
Por su parte, algunos trabajadores de los príncipes de la ciudad central
-edecanes, secretarias, notarios, conductores-, habitantes de la periferia,
siguieron eligiendo sus mandamases bajo los métodos sabidos. Ordenaban a su
gente en fila, le entregaban el ficho asignado a cada ciudadano-cliente y le daban
un trabajo, una beca, un subsidio, una promesa. Saben llevar las actas necesarias
y son unos genios para la contabilidad. Cuando los papeles no son suficientes
para mantener el orden tienen hombres dispuestos a gruñir y a algo más.
Ahora las ciudades satélite en el sur y el norte se han unido bajo el
color azul de dos grandes contadoras de becas, puestos y votos. Las señoras,
que no son bobas, han comenzado a copar el centro desde la periferia. Una
pequeña revolución de secretarias contra sus antiguos jefes se urde desde las
bodegas, las oficinas y los garajes ubicados en los extremos del valle. Ahora han
decidido ir por la gobernación del reino. Hacen su política en silencio, sin
discursos, sin apelar a las utopías ni a la adrenalina de la indignación o el
prócer de turno, solo necesitan el número que se debe marcar al momento de la
elección, y sus listas y sus actas. Son expertas en inventariar huellas
dactilares.
Poco a poco la ciudad central irá cediendo su poder frente al orden sin
escrúpulos que se ejerce desde los límites. Los filtros para las aguas turbias
se irán deteriorando y el centro y la periferia se regirán bajo una misma
lógica. Será necesario ir hasta las estaciones del Metro en las ciudades del
sur y el norte para inscribir la cédula y marcar la cara del posible príncipe.
Un escritorio con cajones de doble fondo, pluma y huellero será el nuevo escudo
del reino.
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