La política es
el mundo de la imperfección, de los arreglos de última hora, de las
transacciones que impone la realidad o el enemigo. Solo la ficción de los
discursos se escribe bajo un plan determinado, bajo una sola mano que intenta
esconder defectos y resaltar virtudes, convencer con una mentira emotiva, ojalá
corta y sencilla. Pero las decisiones, las leyes, incluso las sentencias, son
siempre deformadas por la tiranía de la realidad, por la bilis de los rivales o
la tonta esperanza de los aliados. El material de la política no deja muchas esperanzas
sobre el resultado. Maquiavelo, el más grande relator de esa ciencia amarga, nos
dejó una descripción precisa de la sustancia protagonista: los hombres siempre “ingratos,
volubles, simuladores, rehuidores de peligros y ávidos de ganancias”.
La disyuntiva
del domingo pasado era el producto de la cuestión política más trillada en el
país en las tres últimas décadas. Era sin duda una decisión entre lo posible y
lo ideal. Entre el primer acuerdo palpable tras los intentos con las Farc en al
menos cinco gobiernos sucesivos y la gran posibilidad de que tras el mundo
ideal encontráramos una mueca de pasmo y unas visiones ya viejas de la
violencia. Por supuesto a la imperfección partidista se agregaba la dificultad de
integrar como adversario al enemigo a muerte. No se trataba solo de un pacto
partidista sino de algo parecido a una rehabilitación democrática. De entregar
un poco de generosidad luego del dolor, de asumir algunas culpas desde el Estado
y la sociedad para no asimilar la contrición propia con la debilidad o la
humillación. Se trataba sobre todo de olvidar un enemigo, de despedirlo y transformarlo
en humano luego de convivir con esa imagen difusa de demonio, de renunciar a la
idea de su aniquilación. Idea que, por cierto, se intentó por los métodos más
brutales y nunca se logró llevar a cabo.
Tal vez estamos
dispuestos a que un poco más de justicia, algunos años de cárcel para cabecillas,
traiga un poco más de violencia. La amenaza es cierta y el limbo de los
combatientes rasos y los mandos medios hacen que las decisiones estén ahora en
muchas manos. Es posible que el largo cese al fuego nos haya hecho olvidar la
amenaza latente que se jugaba. Los cabecillas que parecían férreos son ahora
políticos derrotados frente a la tropa. Tal vez la división de la sociedad haga lo mismo
con las Farc y las anunciadas Farcrim lleguen antes de tiempo. De las
dificultades de la reintegración coordinada pasamos a la
incertidumbre armada. El ejército ilegal más grande del país a la espera de la
rebatiña política frente a las elecciones del 2018. En busca de una solución
ideal en manos del más imperfecto de los mundos. Jesús Silva-Herzog ha descrito
de la mejor manera la dura realidad de las encrucijadas democráticas, no las
del alma: “La política llevará siempre las marcas fastidiosas de la fuerza, el
azar y el conflicto, tercos aguafiestas de la perfección”.
La necesidad de
un enemigo brutal, un enemigo que define las propias ideas, que las protege y
les da sentido alentó al más importante partido tras el voto del NO. Sin ese
antagonismo a muerte de la política más primitiva temían un debilitamiento, los
angustiaba la falta del fantasma, la ausencia del miedo. El odio fue una gran
herramienta a la mano. Willawa Szymborska lo describe con el instrumento
perfecto de la poesía: “¿Desde cuándo la hermandad puede contar con multitudes?
¿Alguna vez la compasión llegó primera a la meta? ¿Cuántos seguidores arrastra
tras de sí la incertidumbre? Arrastra sólo el odio, que sabe lo suyo”.
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