La escena podría
situarse en una de esas jaulas para los combates espectáculo que tienen gran
audiencia en Estados Unidos. En una esquina está Donald Trump con sus 1.88 metros
y su mano alzada para un juramento que es también un alarde de seriedad, la
máscara de un niño que frunce el ceño. En la otra esquina está James B. Comey
con sus 2.03 metros de estatura, la mirada al frente en la actitud de quien
escucha un himno de guerra, un abogado en la postura de un militar (su abuelo
fue policía) y la mano derecha en alto, abierta, pero en el fondo empuñada y
dispuesta a dar un manotazo sobre la mesa tendida de la política en Washington.
Las bolsas bajo sus ojos muestran que la pelea ya ha tenido varios asaltos.
Uno de ellos
sucedió en el salón verde de la casa Blanca, el mismo donde arreglaron el cadáver
de Lincoln. El round lo contó Comey en su declaración de siete páginas que
algunos describieron como una pieza literaria. Dos edecanes militares dejan sobre
la mesa las provisiones de dos hombres que se miran con una concentrada
desconfianza. Acuden a un duelo silencioso, incruento por ahora. Salen los
edecanes y se pronuncian las palabras dignas de esos enfrentamientos teatrales:
lealtad y honestidad. Cuando el campeón de los pesados soltó lo que parecía ser
una amable exigencia, Comey sostuvo el reto con la compostura de un pequeño y
orgulloso Sheriff: “Yo no reaccioné, no hablé ni cambié mi expresión durante el
incómodo silencio que se produjo. Simplemente nos miramos en silencio”. A
comienzos de enero, cuando Trump era aún un campeón sin ceremonia de
investidura, se había presentado una escaramuza. Comey fue llamado para recibir
un abrazo en público, bajo la mirada de todo el escenario político de Estados
Unidos, un abrazo que era también un golpe bajo y que se cerró con un susurro
al oído que era también una advertencia presidencial: “Estoy ansioso de
trabajar con usted”. Fueron en total nueve asaltos antes del K.O. desde la Casa
Blanca, tres en persona y seis telefónicos. Al final de la desigual pelea Comey
confesó en su declaración ante el senado que no había tenido el valor para
plantarse frente a Trump desde el comienzo y revelar las presiones.
En esos combates
muchas veces el enemigo es también una especie de reflejo. Parece increíble que
Trump insulte a su contraparte con palabras como “showboat” y “grandstander”,
que quiera acusar a un enemigo de ser grotesco en las muestras de su orgullo,
de ser un exhibicionista que solo busca el aplauso. Comey se limitó a llamar
mentiroso a un presidente que se ve falso cuando ríe, cuando piensa, cuando abraza
a su esposa y cuando señala a la prensa y sus noticias falsas. Luego de este
combate Comey se ha convertido en el retador más importante de las últimas
décadas en Estados Unidos. Se plantó frente a los Clinton desde los años
noventa cuando investigó algunos de sus negocios inmobiliarios. Luego investigó
a Hillary por el manejo de información clasificada en su correo personal y
calificó su conducta de “descuidad y negligente”. Once días antes de las
elecciones pasadas la puso en cuestión y tal vez haya decidido el resultado.
Antes había retado a George W. Bush y sus dos principales asesores jurídicos al
negarse a firmar una autorización para ampliar las interceptaciones sin orden
judicial luego del 11-S. Una escena de película frente a la cama de una unidad
de cuidados intensivos donde los hombres de Bush intentaban hacer firmar al
Fiscal General incapacitado por una pancreatitis. Comey sirvió como una especie
de enfermero jurídico. Aunque luego fue más laxo con los métodos usados en
Guantánamo. Ni siquiera Obama salió bien librado cuando contó que el Fiscal
durante su administración le había propuesto llamar “problema” y no “investigación”
la causa contra la señora Clinton.
James B. Comey es
uno de esos antagonistas claves para la democracia, los periodistas y las
películas.
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