El Estado
colombiano carga con una vergüenza mayor. La guerra contras las Farc lo llevó
al triunfo ostentoso de la sangre, al simple alarde de la muerte. Era
indiferente si contaban cuerpos de enemigos ciertos o inventados. Se trató de
una muestra de incomparable cobardía: convertir en combatientes a simples transeúntes
recién ajusticiados, un teatro macabro que disfrazaba cadáveres y celebraba la escenografía.
La pantomima duró cerca de seis años y dejó 3700 víctimas según cifras de la
Fiscalía y al menos 5000 según cuentas de Naciones Unidas. Participaron 180
batallones de 41 brigadas. Más de 800 soldados han sido condenados y algo menos
de 6000 están sometidos a investigación, entre ellos 16 generales. Durante la
matazón el gobierno de turno desestimó las advertencias de organismos
internacionales, funcionarios del ministerio de defensa y periodistas. Las “bajas”
eran certeza suficiente, lo demás eran mentiras, cuentos de recolectores de
café.
La justicia
transicional ha puesto a los militares condenados, juzgados e investigados por
esas muertes frente a nuevas reglas. En contra del jefe del gobierno durante el
cual se montó la estrategia de asesinatos camuflados de combates los militares
han comenzado a someterse al nuevo tribunal. Son 1994 los que han firmado las
actas para llegar a la Justicia Especial para la Paz. Muchos de los asesinos
que el propio Estado instó y luego condenó tras más de 10 años, ahora están
libres a la espera de un juicio donde se habla de reparación, perdón, verdad.
Un poco menos de 1000 han logrado libertad condicional, transitoria y
anticipada. Quienes ya habían sido condenados tuvieron que pagar al menos 5
años de condena para lograr su libertad. Quienes estaban detenidos durante el
juicio solo necesitaron firmar un acta de compromiso. Entre los firmantes hay
dos militares que fueron comandantes del ejército. Atienden el juicio de
corbata y con ánimo sosegado, más parecen empresarios en desgracia que jefes de
ejecuciones sistemáticas y continuadas. Uno de ellos, Mario Montoya, era un
adicto a la sangre, exigía muertos como quien pide utilidades en el balance.
Fue comandante del ejército entre febrero de 2006 y noviembre de 2008, durante
esos tres años la Fiscalía ha documentado 2526 supuestas ejecuciones
extrajudiciales. Montoya recibió algunas medallas a cambio.
Una ley aprobada
este año exige la creación de tribunales propios para militares inscritos en la
Justicia Especial. El plazo para crear esa nueva jurisdicción es de año y
medio. De modo que los militares pueden pedir una prórroga mientras se
instauran los tribunales castrenses para juzgarlos. Digamos que lograrán algo así
como unas vacaciones. El partido del jefe del gobierno que cerró los ojos
frente a las ejecuciones fue el que exigió esa justicia paralela. Muchos
militares han llegado a la justicia de la verdad y la reparación a negar los
hechos y su responsabilidad. Se trata únicamente de ir a una justicia con penas
menores y jueces cercanos para exhibir una cara de yo no fui y lograr beneficios.
Y evadir los dientes de una corte internacional.
La gran paradoja es que la justicia debe priorizar los procesos para su examen.
Muy seguramente escogerán los casos emblemáticos de generales que al parecer se
escudarán en el silencio y el desconocimiento de las actuaciones de sus
subordinados. De modo que se puede llegar a la imposibilidad de condenar a los
máximos responsables y de juzgar quienes dispararon contra los civiles. Se
espera que la nueva justicia resulte exigente respecto a la verdad y a la
reparación más que a las penas. El caso contrario asegura una nueva vergüenza
para el Estado.
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