El helicóptero
de la policía apunta su rayo luminoso contra un enclave popular en el Barrio El
Poblado en Medellín. El Chispero se llama esa pequeña aglomeración de casas sin
revoque y sin portería. Más de cuarenta globos suben dispersos desde sus calles
acompañados por la música Rodolfo Aicardi. El helicóptero intenta cegar el
lanzamiento colectivo, apunta su luz contra una esquina y los globos comienzan
a subir desde otra, dos cuadras abajo. La escena tiene algo de disparatada y
elocuente. El ansia de control, la desproporción y la ineptitud quedan en
evidencia.
Un grupo de
treinta personas se reúnen en la esquina de un parque para prender velas en un
ritual manso que en Colombia trae nostalgias parecidas para todos. La cerveza
es un ingrediente tan necesario como la candela y los faroles para proteger los
pabilos encendidos. Pero los brindis al aire libre están prohibidos. Las
patrullas rondan y miran con desconfianza lo que en otra parte sería una simple
charla alumbrada. El parque que era antes un exquisito teatro para la charla
colectiva es ahora el patio de un CAI y la trastienda de una flota de taxis. La
manera de proteger el espacio público es ahuyentando al público con una libreta
de comparendos y unas esposas. Ahora solo hay espacio para la arbitrariedad.
Mientras tanto los antiguos comensales se han dispersado pos las aceras y las
esquinas de los alrededores, escondiendo sus vasos desechables como si fueran
veneno. Los policías recorren sus feudos con la cara agria en busca de las
amargas. No logran controlar tantos focos de infección. Las ratas se han
apoderado del jardín que circunda el parque.
Las escenas me
hicieron recordar un texto de Christopher Hitchens sobre sus luchas llenas de impotencia
y ridículo contra la administración Bloomberg en la primera década de este
siglo en Nueva York. Hitchens describe sus múltiples ejercicios de violación de
la ley frente a los “bovinos funcionarios que apenas han aprendido a memorizar
mantras tan exigentes como ‘tolerancia cero’ y ‘sin excepciones’”. Para jugar
contra algunas disposiciones que buscan impedir comportamientos que no molestan
a nadie ni implican daños, vale siempre un instinto natural contra la coacción
y el absurdo. Hasta la lógica policial sabe que muchas de la prohibiciones aplicables
sin inútiles. Solo que tienen para ellos una utilidad personal ligada a una
fácil recompensa económica. En la Nueva York de Bloomberg se llamaban “evaluación
de actuaciones” y traían una recompensa para los policías con más tiempo libre
y mayor disposición a memorizar el reglamento. Entre nosotros se trata de
simple soborno al ciudadano que realiza acciones inocuas. El policía saca la
comparendera, divide la multa por dos y enseña la gran rebaja que ofrece al infractor.
De modo que lo que era un trasteo informal, un jugueteo que empaña los vidrios
de un carro, un niño jugando un videojuego para “mayores” un garaje, un extintor sin el letrero que arriba diga EXTINTOR se convierte en una
transacción que implica un delito.
Hitchens
menciona multas por alimentar palomas, sentarse en un cajón de madera en la calle,
poner el morral en un asiento del metro sin importar que el vagón esté vacío. Y
anota que son los policías vagos quienes prosperan en ese juego estúpido que
pretende tratar al ciudadano como un niño torpe. Lo importante es que todo el
mundo “ha pasado un rato aburrido y sano y está cobijado en su casa antes de
las dos de la mañana”. Mientras tanto los funcionarios de oficina dicen luchar
contra los delincuentes y proveer la disciplina necesaria. Atrás, un “reloj” digital
va marcando el número de comparendos impuestos minuto a minuto, hasta lograr al tedio infinito.
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