En
mayo de 1958 un escuadrón naval de la Cuarta Flota del Pacífico de Estados
Unidos zarpó hacia las costas de Venezuela. No era un ejercicio conjunto entre
dos países aliados ni una maniobra intimidatoria contra un gobierno hostil. Se
trataba de una medida urgente del presidente Eisenhower ante la posible
necesidad de evacuar de emergencia al vicepresidente Richard Nixon, quien se
encontraba de visita oficial en Caracas. Al parecer los doce hombres del
servicio secreto que lo acompañaban no serían suficientes para cubrirlo de la creciente
horda antiyanqui entre el aeropuerto de Maiquetía y el Panteón Nacional. “Fuera
Nixon”, decía la pancarta de bienvenida en el aeropuerto. Hacía apenas dos años
los futuros padres de Marco Rubio habían llegado a la Florida desde Cuba.
Nixon
abordó afanado su Cadillac 63-CD en compañía de su esposa Pat luego de una lluvia
de escupitajos a manera de bautizo. Venía de Bogotá para cumplir la última
escala de su gira de 18 días por Suramérica que había tenido silbatinas y pequeñas
grescas en Montevideo y Lima. En Colombia todo fueron aplausos para el honroso
visitante que fue recibido por la Junta Militar de gobierno y por Alberto
Lleras Camargo como el presidente electo. Tanto que su paseo desde el
aeropuerto de Techo hasta el centro de la ciudad se hizo en un convertible gris
perla.
En
Caracas las cosas se pusieron difíciles camino al Panteón a dejar las flores en
la tumba del Libertador. La caravana fue rodeada por manifestantes, las
banderas protocolarias de los dos países que adornaban el Cadillac fueron destruidas
y los escupitajos fueron reemplazados por piedras. Patadas contra las puertas,
insultos, los clásicos tomates y la turba que intentaba voltear el carro. Nixon
y la segunda dama terminaron con una colección de vidrios como piedras no tan
preciosas sobre sus rodillas y fue necesario buscar refugio en la embajada,
ubicada en el barrio La Florida para mejores señas. Esa misma tarde le dijo al
presidente por teléfono que el único herido había sido su traje. Y años después
escribiría en sus memorias: “Me puse prácticamente enfermo al ver la furia en
los ojos de los adolescentes, que eran poco mayores que mi hija de doce años”.
Estados
Unidos no tenía en ese momento el afán democrático que luce hoy bajo el
liderazgo mesurado y republicano de Donald Trump. Nixon había visitado al
dictador Stroessner en Paraguay elogiándolo como un luchador anticomunista. Pero
eso no fue lo que encendió la furia contra el vicepresidente. Hacía apenas seis
meses que el gobierno de Eisenhower había condecorado al tambaleante dictador
Marcos Pérez Jiménez en la X Conferencia Interamericana en Caracas. El pergamino
que acompañaba la medalla oficial lo calificaba como “el Presidente ideal para
América Latina”. Dos semanas después del homenaje, el depuesto dictador estaba
exilado en Miami en compañía de Pedro Estrada, jefe de su policía secreta. Algo
así como el temido SEBIN de Maduro.
En el
diario El Nacional, dirigido por Miguel Ángel Capriles, tío del actual opositor
Henrique Capriles, retrataba muy bien el sentimiento de la época en las calles:
“Esos jóvenes que hoy manifestaron contra Mr. Nixon tienen fresca en la memoria
la Condecoración de la orden del Mérito en su más alto grado, otorgada a Pérez
Jiménez cuando centenares de ellos estaban en las mazmorras de la Dictadura; y
los elogios de Mr. Foster Dulles a su ‘sana política económica’, que no era
sino el saqueo y el desorden administrativos más caudalosos de la Historia
venezolana”.
Cuando
se mira tanto hacia el Norte, siempre es necesario mirar un poco hacia atrás.
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