El
gobierno de Iván Duque dibujó desde sus inicios una postal sugerente para referirse
a una de sus prioridades: habló de un mar de coca. El símil se ha usado para
señalar la cifra histórica de cultivos ilícitos. La economía naranja tiene
derecho a sus figuras poéticas. Hace unos días, cuando el reciente estudio
SIMCI que hace la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
(UNDOC), mostró una disminución del 1.2% en las hectáreas sembradas con coca entre
2017 y 2018, el gobierno salió a cobrar ese puntico, señalando que comienza a
bajar la marea. Colombia muerta algo asustada su mejor nota, apenas perceptible
pero mejor, frente al profesor iracundo en Estados Unidos.
Sin
embargo, algunos números en el examen dejan ver que nada ha pasado con los
cultivos y que el gobierno mintió con descaro en algunas lecciones orales
previas a la calificación de la UNDOC. Lo primero para señalar es que con 2.000
hectáreas menos (se pasó de 171.000 a 169.000) tuvimos una mayor producción de
hoja de coca fresca. La renovación de cultivos y las podas (no solo los
cafeteros lo hacen) hicieron que la productividad fuera mayor en 2018: se llegó
a 5.7 toneladas métricas por hectárea/año. De modo que la producción potencial
de clorhidrato de cocaína creció un 5.9%. Hay un poco más de materia prima para
trabajar. Por su parte las incautaciones cayeron 4.7%, así que hay un poco más
de coca que terminó con éxito su exportación hasta el norte.
El
gobierno sigue empeñado en la fumigación como fórmula mágica, pero algunos datos
hacen difícil creer en esa solución caída del cielo. El promedio de los
cultivos es de una hectárea, el precio de fumigación de esa porción de tierra es
de 72 millones, lo que hace difícil, costosa e incierta esa estrategia.
Mientras tanto las familias inscritas para el PNIS, programa de sustitución
voluntaria, crecieron un 83%, pasando de 54.000 a 99.000. Concentrarse en el
territorio y no fumigarlo podría ser más efectivo.
La
coca está cada vez más concentrada. Los diez municipios con más cultivos suman
el 44% del total nacional, y el 90% de la coca en 2018 está en los mismos
territorios del 2017. Cada vez tenemos más coca en menos kilómetros cuadrados.
Esa concentración y esa persistencia ilegal demuestran la consolidación de unos
espacios en los que el Estado no tiene acceso, no existe como autoridad ni como
ejecutor de políticas públicas. Las zonas están bien definidas: El Tambo-Argelia
(Cauca); El Charco-cuenca alta del río Telembí (Nariño); Anchicayá (Valle del
Cauca); Tarazá-Valdivia (Antioquia), San Pablo (Bolívar), Tibú-El Tarra (Norte
de Santander). Difícilmente las siglas de las FAC en los helicópteros que
acompañan la fumigación lograrán una disminución en el largo plazo. Solo
crecerá la desconfianza, la resiembra y la violencia contra las FF.AA.
Un
indicador clave en el informe está dado por la necesidad de la persistencia del
Estado en sus intervenciones. Cuando el gobierno llega con cualquiera de sus
políticas las cosas mejoran. En los cultivos intervenidos en 2017 y 2018 la
reducción de la coca fue del 25 %; en los que solo se intervinieron en 2018 la
reducción fue del 16 %, mientras que en los que tuvieron “trabajo” del Estado en
2017, pero no en 2018, la reducción fue del 2 %. El Estado es intermitente y el
narco es constante. La concentración de sustitución voluntaria en 2018 en
Caquetá y Putumayo produjo una reducción cercana al 8%.
Cerca
de 2.5 billones de pesos se quedan cada año en los territorios de siembra y
transformación de la coca. Un billete muy largo donde hay recursos muy cortos.
Solo la inversión, la inteligencia y la persistencia traerán resultados ciertos.
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